En la conformación de la personalidad intervienen dos componentes contrapuestos: uno afluye aportando aquellos ingredientes que proceden del ámbito de lo general, ingredientes que representan a todo lo que compartimos con los demás, los que nos llevan a ser aquello que las circunstancias, lo que nos es externo, nos demandan ser. El otro componente está hecho con ingredientes que brotan de nuestra intimidad, nos empuja a ser lo que espontáneamente seríamos si desecháramos las influencias o exigencias que nos impone el mundo externo, y nos sitúa en la estela de lo que directamente brota de nuestro apetito personal antes de que hayamos pensado en cómo justificar lo que ello nos lleve a hacer.
Venimos, procedemos del primero de esos ámbitos, del ámbito de lo general. Allí, en nuestros orígenes, no existía lo particular, lo único o excepcional, y tampoco existíamos los individuos, que estábamos disueltos en lo que el antropólogo Lucien Lévy-Bruhl denominaba “participación mística”, envueltos por la colectividad, por un “nosotros” omnipresente que anulaba cualquier atisbo de particularidad o espontaneidad. De este modo, dice el eminente psicólogo y psiquiatra Carl Gustav Jung, “cuanto más pequeña sea la personalidad, tanto más indefinida e inconsciente se torna, hasta confundirse con la sociedad, perdiendo su propio carácter, que se disuelve dentro de la totalidad del grupo. La voz interior es reemplazada entonces por la voz de la sociedad y de sus conveniencias y el destino es sustituido por las necesidades colectivas”. Dice también Carl Gustav Jung que “cuanto más retrocedemos en el tiempo, con tanta mayor frecuencia vemos a la personalidad desvanecerse oculta bajo el manto de la colectividad. Y si descendemos tan lejos como para llegar a la psicología primitiva, nos encontraremos con que allí ni tan siquiera tiene sentido hablar de la idea de individuo (…) Lo que nosotros entendemos por la idea de ‘individuo’ constituye una conquista relativamente reciente en la historia del espíritu y la civilización humanas”.
Ese absolutismo de lo general, es decir, de lo que está sujeto a norma, a repetición, y resulta, por tanto, previsible, acotaba estrictamente la manera de mirar el mundo que tenía el hombre primitivo. Así, decía Jung en este otro sentido: “La seguridad del mundo consiste para el primitivo en la regularidad de los acontecimientos acostumbrados. Toda excepción se le antoja un peligroso acto arbitrario que debe ser reparado, pues no se trata sólo de una momentánea interrupción de lo habitual, sino que es a la vez presagio de nuevos sucesos improcedentes”. Cualquier irrupción de lo extraordinario, de lo imprevisto o anormal, era percibida por el hombre primitivo como un mal augurio. Y por las mismas razones, cualquier forma de conciencia individual, de distanciamiento de la norma colectiva era inconcebible o intolerable. “La consciencia individual o del yo es un logro tardío de la evolución –dice asimismo Jung, que prosigue: –. Su forma primigenia es una mera consciencia grupal (…) La consciencia grupal, en la que los individuos resultan totalmente intercambiables, no es sin embargo el escalón más bajo de la consciencia, supone ya una cierta diferenciación. El primitivismo más profundo posee seguramente una especie de consciencia cósmica, con completa inconsciencia del sujeto que produce la representación. A este nivel hay sólo acontecimientos, no personas actuantes”. Podríamos decir también que estas personas primitivas son un mero instrumento al servicio de los acontecimientos que les preceden y se les imponen. “Nuestra consciencia actual–concluye, en fin, Jung– no es más que un niño que acaba de empezar a decir ‘yo’ ”.
Para el hombre arcaico, pues, el destino está escrito, prefijado antes de que él, como individuo y propietario de un “yo”, pueda tener opiniones propias al respecto. Todo fenómeno es, para él, expresión de una ley general que le trasciende y se le impone. Todo lo particular es mero desprendimiento de lo arquetípico, de lo genérico, copia más o menos imperfecta, cuando no desviación, de lo ejemplar y modélico. Y este punto de vista no quedó interrumpido cuando aparecieron los filósofos: también Platón consideraba que lo particular o aparente era una copia o sucedáneo de la idea, de lo esencial, de lo general. Con los filósofos, eso sí, el pensamiento mítico, basado en símbolos o alegorías, quedó sustituido a la hora de dar expresión a lo general por el pensamiento abstracto, basado en conceptos. Así, la mente mítica buscaba la referencia de un acontecimiento original y modélico al que vincular el acontecimiento particular; la caza, por ejemplo, de un animal concreto simbolizaba la caza original que hizo el dios cazador en el principio de los tiempos, y los ritos que se suscitaban a raíz de una caza concreta rememoraban aquel acontecimiento original y buscaban la inclusión en el marco general que para el hecho de cazar fijó y acotó el acontecimiento original. Según un adagio hindú, “debemos hacer lo que los dioses hicieron al principio”. Porque, como aclara el gran historiador de las religiones que fue Mircea Eliade, “lo que los hombres hacen por su propia iniciativa, lo que hacen sin modelo mítico, pertenece a la esfera de lo profano: por tanto, es una actividad vana e ilusoria; a fin de cuentas, irreal. Cuanto más religioso es el hombre, mayor es el acervo de modelos ejemplares de que dispone para sus modos de conducta y sus acciones. O mejor dicho, cuanto más religioso es, tanto más se inserta en lo real y menor es el riesgo de perderse en acciones no ejemplares, ‘subjetivas’ y, en suma, aberrantes”. Mientras tanto, una vez que el hombre dio el paso que le hizo capaz del pensamiento abstracto y de la filosofía, ese marco de lo general y ejemplar quedaba acotado ya no por el mito sino por el concepto: lo particular pasó desde entonces a ser un caso, un fleco que emitía o se desprendía de lo general y modélico, y que estaba encerrado en el concepto previo.
Sin embargo, Occidente asumió la tarea de descubrir lo particular, lo espontáneo, lo contingente, lo individual… como algo con consistencia propia, aquello que, por no someterse a las previsiones de la ley general, quedaría encuadrado en el epígrafe de lo excepcional, lo irregular, incluso lo absurdo. Resulta chocante enunciarlo así, pero me parece sugerente decir que el gran descubrimiento, hasta ahora, de Occidente ha sido, efectivamente, el del absurdo. También podríamos decir, desde luego, que ese gran descubrimiento es el de la libertad. Un descubrimiento enormemente fructífero, pero tremendamente peligroso, como iremos viendo. Ese descubrimiento comenzó también en Grecia, donde ya Heráclito, echando a un lado todo aquello que señalaban los conceptos, lo regular, lo que no cambiaba, dijo preferir, por el contrario, “las cosas cuyo aprendizaje es vista y oído”, iniciando por primera vez el cambio del péndulo filosófico desde lo general que expresa el concepto hacia lo individual y concreto que detectan los sentidos y la experiencia. Demócrito prosiguió por este camino y dijo que no existía lo general como algo esencial e inmutable, puesto que resultaba del mero convencionalismo:“Por convención, el color –decía–; por convención, lo dulce; por convención, lo amargo; pero en realidad átomos y vacío”. Y Protágoras, el sofista, dio la puntilla a esa pretendida verdad que habían descubierto sus colegas filósofos, los que, como Platón, diferenciaban aquella verdad general de las meras apariencias de las que son portadoras las cosas individuales; decía Protágoras:“El hombre es la medida de todas las cosas: de las que existen, como existentes; de las que no existen, como no existentes”. Es decir, que cada hombre, cada individuo era portador de una pequeña verdad, su verdad particular; cada hombre era el que decidía en qué consistía cada cosa, si, como sugería Demócrito, algo era dulce o amargo, sabroso o repugnante, hermoso o feo. Y en fin, Antístenes, el fundador del cinismo, reprochaba a Platón su predilección por lo general, por lo que no existía, pues le decía: “¡Oh, Platón!, el caballo, sí lo veo; pero la equinidad no la veo” (la “equinidad”, es decir, el género “caballo”, el caballo “en general”). Cuenta también Diógenes Laercio en su “Vida de los más ilustres filósofos griegos”cómo preguntado Antístenes sobre qué había sacado de la filosofía respondió: “Poder comunicar conmigo mismo”. Entre sus dogmas estaba también el de que “el sabio se basta a sí mismo”. La verdad general quedaba así reducida a pequeña verdad particular, a la autárquica verdad de cada cual.
Sin duda necesarios, pero también peligrosos, insistamos en ello, estos descubrimientos que estaba haciendo el hombre de la mano de aquellos filósofos: Heráclito, Demócrito, los sofistas, los cínicos, también los escépticos y los epicúreos… En tiempos como esos en los que lo individual, lo particular pasa a primer plano, dice Hegel, “los individuos se retraen en sí mismos y aspiran a sus propios fines (…) Esto es la ruina del pueblo; cada cual se propone sus propios fines según sus pasiones”. Asimismo, Ortega, oponiéndose a esa autarquía del sabio a la que aspiraba Antístenes, decía que “librada a sí misma, cada vida se queda sin sí misma, vacía, sin tener que hacer”. Efectivamente, una profunda crisis afectó a la sociedad griega como conjunto y también a las concretas personas que en ella vivían, crisis que discurrió en paralelo con la misma historia de la Grecia clásica, tan fecunda por otro lado, sin embargo. Las cumbres de la filosofía que supusieron Sócrates, Platón y Aristóteles no fueron, para empezar, sino intentos de sobreponerse a ese otro descubrimiento de lo absurdo que estaban realizando los filósofos que traían lo individual al primer plano de la historia.
Bajo la influencia del cristianismo original, la Edad Media sometió a los hombres al predominio absoluto de lo general. Erich Fromm afirmaba que entonces “la vida personal, económica y social se hallaba dominada por reglas y obligaciones a las que prácticamente no escapaba esfera alguna de actividad”. Ortega y Gasset abundaba en esa misma idea, referida ya a la baja Edad Media: “En el siglo XIV el hombre desaparece bajo su función social. Todo es sindicatos o gremios, corporaciones, estados. Todo el mundo lleva hasta en la indumentaria el uniforme de su oficio. Todo es forma convencional, estatuida, fija; todo es ritual infinitamente complicado”. Y en fin, también Jacob Burckhardt, un clásico en el estudio del Renacimiento, confirmaba la misma idea, cuando afirmó que en la Edad Media “el hombre se reconocía a sí mismo solo como raza, pueblo, partido, corporación, familia u otra forma cualquiera de lo general”.
La gran revolución, el gran punto de inflexión que vendría a separar definitivamente a la civilización occidental de todas las demás, y que fue el por entonces soterrado punto de arranque del Renacimiento, quedaría señalado en el siglo XIV por la obra de Guillermo de Ockham. Ockham llegó como si fuera un Antístenes redivivo, afirmando que los géneros no existían, solo existían los individuos. No, pues, la “equinidad”, sino los caballos; no el bosque, sino los árboles concretos. “Equinidad”, “bosque” eran meros “flatus vocis”, soplos de voz, inventos de la mente, no realidades. Amparado en estas emergentes ideas de la escolástica más revolucionaria, el Renacimiento irrumpió para dar cumplimiento a la nueva verdad, la que traía al individuo, a lo excepcional, a lo irregular, a lo único... a la libertad al primer plano de la historia.“El llamado Renacimiento –dice Ortega– es, pues, por lo pronto, el esfuerzo por desprenderse de la cultura tradicional que, formada durante la Edad Media, había llegado a anquilosarse y ahogar la espontaneidad del hombre”. Y en otro lugar dice también Ortega:“El Renacimiento descubre en toda su vasta amplitud el mundo interno, el me ipsum, la conciencia, lo subjetivo”. A lo largo de este proceso humanizador, individualizador, la pintura descubrió, por ejemplo, el retrato, la representación no idealizada (no generalizada) de individuos concretos, de carne y hueso.
No solo el individuo irrumpió en el Renacimiento con especial protagonismo; también lo hizo todo lo nuevo, imprevisto, sorprendente, excepcional o irregular.“El hombre moderno –dice Ortega refiriéndose al hombre que emergió en el Renacimiento– vive asomado al mañana para ver llegar la novedad”. Y Mircea Eliade abundaba en la misma idea: “La diferencia capital entre el hombre de las civilizaciones arcaicas y el hombre moderno, ‘histórico’, está en el valor creciente que este concede a los acontecimientos históricos, es decir, a esas ‘novedades’ que, para el hombre tradicional constituían hallazgos carentes de significación, o infracciones a las normas (por consiguiente, ‘faltas’, ‘pecados’, etc.), y que por esa razón necesitaban ser ‘expulsados’ (abolidos) periódicamente”.Del interés que despertaron los objetos y fenómenos singulares, auténtico desencadenante de la Revolución Científica y, en general, de la modernidad, dan testimonio los que se conocieron como gabinetes de curiosidades, precedentes de los que con el tiempo llegaron a ser los museos de historia natural. Quien tenía recursos y afición, se dedicó al coleccionismo, a atesorar ejemplares curiosos que procedían de los campos más heterogéneos: piezas arqueológicas, reliquias, ingenios mecánicos, animales raros, esqueletos, minerales, fósiles, hierbas, artefactos de interés etnográfico… Resultado, en fin, todo ello, de aquel cambio de perspectiva que había llevado desde el interés por los principios generales y el curso ordinario de la naturaleza por el que se había regido la antigua escolástica, hasta el interés contrapuesto, según el cual lo que merecía atención eran los fenómenos singulares, lo extraordinario y su observación empírica. La curiosidad, la atracción por lo extraño dejó de ser, como pensara San Agustín, una inclinación pecaminosa. Y el telescopio, el microscopio y la bomba del vacío (inventada en 1650) fueron los instrumentos más característicos de la Revolución Científica, los que mejor cumplieron con la función de ayudar a la observación y satisfacer la curiosidad de los hombres de aquel tiempo.
Paradigmático en este sentido sería el descubrimiento que en 1572 realizó el astrónomo danés Tycho Brahe de una nova, una estrella que nacía, es decir, un hecho particular que venía a destruir la idea de que el cielo era algo previo, inmutable, fijo, un fenómeno preestablecido que no podían contradecir hechos particulares como el de la aparición de esa nueva estrella. La emergente forma de mirar que había llegado con el Renacimiento sustituyó la idea de verdad preestablecida, desde la cual se llegaba a los conocimientos particulares por la vía deductiva, por el nuevo método de la observación empírica de los fenómenos particulares, para desde ahí ascender por vía inductiva hacia verdades más generales. Esa fue la base del método científico, que, sin embargo, se fundamentaba en una previa enunciación de hipótesis que orientaban la posterior observación empírica, la cual era la auténtica piedra angular de la nueva manera de conocer.
Habrá que ir quemando etapas, porque esto no aspira a ser un tratado, sino apenas un artículo, y ya es más extenso de lo debido. Vayamos dando forma a alguna clase de conclusión: la irrupción de lo individual, de lo único, de lo imprevisto, de lo que rompe las reglas preestablecidas, la observación de los hechos desprovista del prejuicio de considerarlos como emanaciones de algo general que les precede, ha constituido el núcleo de la modernidad, vale decir, de la civilización occidental en su etapa más productiva y creadora. El hombre moderno, en suma, y para empezar, ha descubierto la soledad. Como decía Jung, “el hombre ‘moderno’ es solitario todo el tiempo, pues cada paso hacia una consciencia más elevada y amplia le aleja de la originaria participation mystique, puramente animal, del rebaño, ese estado de inmersión en una inconsciencia común”. Ortega y Gasset ve con perspicacia y sutileza hacia dónde lleva esta conciencia del moderno solitario y amante de la espontaneidad (de la libertad) mientras analiza algo que, como siempre en este gran filósofo, parece alejado de los profundos problemas filosóficos, en este caso, la obra de su amigo, el novelista Pío Baroja. Dice de él que ve la realidad como una farsa, y que es un cínico en el más filosófico sentido de la palabra. Como Diógenes el Perro, se rebela contra todas las convenciones. Solo lo que sale sinceramente de uno mismo, de su más estricta intimidad es válido para él, porque es lo único sincero. Es, el que vive Baroja, un buen momento para el cinismo, como lo fue aquel otro del que originalmente emergió tal filosofía, durante la gran crisis social que asoló el mundo helénico, y que esta de ahora viene a emular y a superar. “La sinceridad es la nueva tabla –continúa Ortega–. ¿Qué queda? Una isla desierta en torno de un Robinsón. El individuo señero: Yo (…) Estos son los primeros principios de Baroja el can. Retorno a la naturaleza, vuelta al balbuceo, agresión a la decadente sociedad en torno”. La psicología de Baroja es “la de un hombre temeroso de que le arrebaten su ‘yo’”. Y su método de defensa: “Primero que se haga el desierto y luego se levanta el ‘yo’ en medio como una torre”. Como para los anarquistas, con los que Baroja simpatiza, “los individuos son fuente y surtidor de toda energía”.
Pero cuando solo somos individuos y no hay nada que nos permita trascender de nosotros mismos, cuando dejamos de tener la referencia de una verdad que dé sentido a las cosas particulares, de una globalidad en la que incluir las realidades individuales, cuando, como decía Protágoras, “la verdad es una relación”, es decir, cuando todo se ha vuelto relativo, comprobamos que el lugar al que vamos a desembocar es el absurdo. La expresión filosófica de este descubrimiento es el nihilismo. Y de los resultados que el nihilismo, el absurdo (la búsqueda de lo irrepetible) ha producido, por ejemplo, en el arte, hay a estas alturas un catálogo de locuras y estupideces inagotable, que nos acerca hacia otra constatación que hay que contrastar con aquella primera de que acercándonos a lo particular hemos dado un gran paso adelante; esa nueva constatación es la que nos permite comprobar que los hombres no somos capaces de vivir una vida absurda; nuestros recursos personales y emocionales no dan para tanto. Los hombres no toleramos vivir en un mundo en el que todo sea contingente, impredecible, irregular, resultado del azar, en donde solo podamos vincularnos a nosotros mismos y al momento presente y único, y a lo que de él podamos extraer. Sea o no una quimera lo que perseguimos, los hombres, como decía Viktor Frankl, somos seres en busca de sentido, en busca de un ideal al que referir lo que hacemos y lo que nos pasa, en busca de algo que nos permita trascender de nosotros mismos, de nuestra exigua individualidad. Traigamos también aquí, a esta hora de las conclusiones, esto que Jung decía: “Cuando reina una confusión total, como actualmente en Europa, (…) se necesita una visión global (…), si no (…) podemos ser barridos inconscientemente por los acontecimientos”. O, cuando menos, quedémonos con esta descarnada reflexión de Cioran: “Todo el secreto de la vida se reduce a esto: no tiene sentido; pero todos y cada uno de nosotros le encontramos uno”. Y situemos aquí, por tanto, el punto de partida de la trayectoria que en Occidente nos queda por recorrer: la que ha de llevarnos a superponer al absurdo y al nihilismo al que hemos arribado, el sentido que estamos obligados a encontrar.