Revista Filosofía
El papel reaccionario de la Iglesia a lo largo de nuestra historia
Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
El punto de inflexión que habremos de tomar como referencia, puesto que en él quedó marcada la Iglesia como institución reaccionaria frente a la dinámica histórica más poderosa y decisiva de todos los tiempos, podemos situarlo en el Concilio de Trento de 1545, origen de la Contrarreforma, que España decidió abanderar. Y quedaría reflejada la situación que entonces se creó en el recrudecimiento de la polarización que ya estaba caracterizando a la cultura europea: en uno de los polos estaban germinando maneras de ver el mundo que quedarían representadas por personajes como Galileo Galilei (1564-1642), creador del método científico e iniciador de una serie de descubrimientos que servirían de anuncio y preparación para la gran revolución científica y tecnológica de los siglos posteriores; en el otro polo se situaba la poderosa Iglesia, obsesionada con castigar como herejías esas actitudes intelectuales entonces emergentes y que han desembocado en lo que, gracias a ellas, hoy es Occidente. El brazo armado de la Iglesia, la Inquisición, se dedicó a perseguir a las personas que estaban dejándose impregnar de la curiosidad por los fenómenos naturales que había empezado a irrumpir en el Renacimiento. Fue la Iglesia, a través de la Inquisición, la que ordenó quemar vivo a Giordano Bruno por abrir su mente a aquella curiosidad indagadora. Galileo, por su parte, pecó asimismo de haber comprendido que “el Universo está escrito en el lenguaje de las Matemáticas” y de observar con espíritu indagador lo que ocurría en ese Universo, hasta deducir, por ejemplo, que la Tierra giraba alrededor del Sol. Acusado de herejía por ello, fue obligado a desdecirse; su confesión le libró de la prisión y la tortura a los 70 años que entonces tenía. A cambio, sufrió arresto domiciliario de por vida y fue obligado a “rezar los siete salmos” en penitencia, obligación en la que quiso sustituirle su querida y abnegada hija monja, María Celeste.
En plena sintonía con esa Iglesia reaccionaria, y mientras en Europa se abría paso la ciencia experimental, en la España que había empezado a regir la dinastía de los Austrias–ellos fueron quienes nos pusieron a la cabeza de la Contrarreforma–, los referentes culturales, podríamos decir que alternativos, eran los místicos. Y aunque, ciertamente, la Inquisición no fue en España más cruel que en otros sitios, su impronta marcó, sin embargo, los límites del ambiente intelectual al que estuvimos sometidos los españoles durante varios siglos, hasta la tardía desaparición de aquella lamentable institución en 1834.
Llegamos al tiempo del siguiente gran impulso histórico, la Ilustración, plenamente condicionados por el poder omnímodo de la Iglesia, que, a través de su absoluto control sobre la educación, siguió suponiendo un lastre a la hora de permitir que en España penetraran las nuevas actitudes intelectuales que encaminaban hacia la revolución científica. Por otro lado, la Iglesia contaba con un enorme poder económico en bienes inmuebles, que en sus manos se convirtió en gran medida en improductivo. Tal era su influencia sobre la marcha de las cosas, que cuando nuestros liberales llevaron a cabo la revolución que supuso la proclamación de la Constitución de 1812, no se atrevieron a cuestionar aquel poder eclesiástico, de modo que en esta ley fundamental no quedó consagrado el principio de libertad religiosa. Las conciencias iban a seguir seguido siendo vigiladas y tuteladas por la institución eclesiástica y por la Inquisición. La vuelta de Fernando VII en 1814 significó incluso un mayor reforzamiento de su poder.
(A partir de aquí, me apoyaré, sobre todo, en datos extraídos del libro “El traje del emperador”, de César Vidal, Premio Stella Maris de Ensayo de 2015)
Murió el rey felón en 1833, y el clero se apuntó masivamente al bando del carlismo absolutista, que entró en guerra contra los liberales, postura que se reforzó cuando en 1834 la Iglesia quedó privada de la perla de su poder al ser abolida la Inquisición. El Estado liberal nunca fue suficientemente fuerte a lo largo del siglo XIX, y sus medidas para acabar con el poder de las castas hasta entonces dominantes, como la misma Iglesia, fueron frágiles e insuficientes. Una de las tareas que era preciso abordar era la de la desamortización, que había de consistir en el hecho de poner en el mercado, previa expropiación forzosa y mediante una subasta pública, las tierras y bienes que hasta entonces no se podían enajenar (vender, hipotecar o ceder) y que se encontraban en poder de las llamadas “manos muertas” (improductivas), es decir, fundamentalmente, la Iglesia Católica y las órdenes religiosas; también la nobleza y las tierras de propiedad comunal de los pueblos quedaban afectadas por esta medida. Los propietarios hasta entonces de todas estas tierras tampoco tributaban por ellas al fisco. La desamortización ya se había llevado a cabo en la Europa del Norte en la que triunfó la Reforma durante el siglo XVI y en Francia durante la revolución del siglo XVIII. Mendizábal, ministro de la regente María Cristina no hizo bien la desamortización en 1836-37, pues consiguió que fueran los grandes propietarios los únicos capaces de entrar en la puja por las tierras liberadas, con lo que se aumentó el poder de los latifundistas, especialmente en el sur de España, sin llevar a cabo la necesaria reforma agraria que debía de haber convertido en propietarios a los pequeños y medianos campesinos, objetivo que tampoco logró Madoz en 1855, cuando llevó a cabo una nueva desamortización. Además, aunque se hacía preciso desamortizar el excesivo número de conventos y monasterios existentes, el patrimonio cultural quedó muchas veces devastado, y asimismo, la deforestación que llevaron a cabo los nuevos propietarios supuso una catástrofe ecológica. Por su parte, la Iglesia a lo que se dedicó fue a excomulgar tanto a los expropiadores como a los compradores de las tierras: ni buena ni mala, era partidaria de ninguna desamortización.
En 1834, los liberales moderados procedieron a la elaboración de un Estatuto Real, una especie de sucedáneo de la Constitución, de cuya redacción se encargó Martínez de la Rosa. Partía de la base de que la soberanía no residía en la nación sino en el rey, y dejaba sin reconocer la libertad religiosa. Tras un pronunciamiento de sargentos de la Granja en 1836, se promulgó una nueva Constitución en 1837, pretendiendo corregir ambas insuficiencias. En tal ocasión, el general Espartero, liberal progresista, desplazó de la regencia a María Cristina de Borbón, que asumió él mismo con la pretensión de asentar un verdadero orden constitucional liberal. Las oligarquías catalanas (afectadas por la pretensión del nuevo gobierno de suprimir el proteccionismo arancelario) y la eclesiástica conspiraron hasta lograr la expulsión de Espartero de la vida política. Fue sustituido por el general Narváez, el cual trabajó para conseguir una nueva Constitución intermedia entre el Estatuto Real de Martínez de la Rosa y las constituciones liberales, en la cual se consideraba que la soberanía era esta vez compartida por el rey y la nación; asimismo se suscribió un Concordato que regulaba las relaciones entre el Estado y la Iglesia, y que consagraba numerosos privilegios favorables a esta: de nuevo se negaba la libertad religiosa en favor del catolicismo, se dejaba la educación en manos de la Iglesia y el estado asumía la obligación de mantener al clero diocesano.
En 1854 Espartero regresó al poder con la pretensión de que el liberalismo recuperara la iniciativa, y cuando en 1856 una nueva constitución iba a devolver la soberanía a la nación, el general O’Donnell se hizo con el poder y consiguió que no llegara a aplicarse nunca. Los privilegios que la Iglesia había recuperado con Narváez se mantuvieron e incluso se ampliaron.
En 1868 se derrocó a Isabel II y se dio por terminado un régimen entonces exhausto. Aunque el nuevo régimen que empezaba, el del Sexenio Revolucionario, tenía una vocación profundamente democrática y pretendía limitar privilegios como aquellos de los que disfrutaba la Iglesia, la disgregación política entonces existente hizo finalmente inviable primero la nueva monarquía que iba a encarnar en Amadeo de Saboya, y después, desde 1873, la República que entonces se instauró. El clero católico no dudó entonces en azuzar a los carlistas para que se levantaran de nuevo contra el régimen constituido. Del fracaso final del Sexenio Revolucionario nació el régimen de la Restauración, con Alfonso XII convertido en nuevo rey.
La Constitución de la Restauración, promulgada en 1876, significó en general un claro retroceso: la soberanía volvía a dejar de residir en la nación para pasar a ser compartida por el rey y las Cortes; el Poder Legislativo también estaba mediatizado por el rey, y el Ejecutivo recaía asimismo sobre este. Y aunque el conservador Cánovas entendió como indispensable la proclamación de la libertad religiosa y que el Estado conservara su autoridad sobre las escuelas y universidades, dictó medidas para apoyar a las finanzas eclesiales con dinero público. La reacción de la Iglesia fue, pese a todo, de una extrema hostilidad, que se intensificó cuando en 1881 Sagasta y los liberales llegaron al poder.
Dios los cría y ellos se juntan: los nacionalismos vinieron a heredar, tanto en su ideología absolutista y feudalizante como en las zonas geográficas en las que predominaron, a los carlistas. Y allí estuvo también la Iglesia, a fines del siglo XIX, articulando el nacionalismo vasco y el catalán. Cuando en 1903 murió Sabino Arana, el PNV sobrevivió gracias al respaldo explícito de la Iglesia católica. En conjunto, detrás de la mayoría de los numerosos infortunios que aquejaron nuestro atormentado siglo XIX, estuvo la Iglesia como deplorable promotora o participante.
El conde de Romanones, a la sazón ministro liberal de Instrucción Pública, anunció en 1901 que se respetaría la libertad de cátedra de los profesores universitarios y suprimió la religión como asignatura obligatoria en las escuelas públicas de enseñanza secundaria. En 1906, el nuevo gobierno liberal presidido por Segismundo Moret presentó un programa de reformas que de nuevo incluía la libertad religiosa y otras medidas indispensables para cualquier estado en que el poder civil y el eclesiástico estén delimitados y sean independientes. La reacción de la Iglesia, para variar, fue de una virulencia extrema. Tras un gobierno del conservador Maura, cuando Canalejas retomó el poder para los liberales retrocedió ante las presiones eclesiales. La dictadura de Primo de Rivera fue bien acogida en 1923 por la Iglesia católica, aunque esa buena sintonía se rompió por el enfrentamiento del dictador con los separatistas catalanes, aliados de la Iglesia.
El año en que llegó la República, en 1931, se volvió a proclamar la libertad religiosa, la voluntariedad de la educación religiosa en las escuelas públicas, el matrimonio civil, un poco más adelante el divorcio, además de otras medidas secularizadoras igualmente sensatas y tendentes a la separación de la Iglesia y el Estado que fueron, todas ellas, recibidas por aquella no ya como una ofensa, sino con beligerancia. Lo cual no ayudó a calmar, precisamente, el clima de creciente crispación que estaba encaminando hacia la guerra civil. Cuando en 1933 la CEDA pudo condicionar, después de ganar las elecciones, al gobierno del republicano Lerroux, se permitió el regreso de la enseñanza confesional. Cuando en 1934, el PSOE, los nacionalistas catalanes y otros grupos dieron un golpe de estado revolucionario y, después de fracasar, llegó la hora de la represión, resultó significativo el hecho de que las solicitudes de clemencia de los obispos favorecieran únicamente al nacionalismo catalán, no a los demás condenados de ideología izquierdista.
El colectivo más beneficiado por el triunfo de Franco en la Guerra Civil fue, sin duda, la Iglesia católica: no solo logró que se derogara toda la normativa republicana que había estado encaminada a separar Iglesia y Estado, sino que la enseñanza quedó en sus manos, de modo que la asignatura de religión se declaró obligatoria en la enseñanza primaria y secundaria; se eliminaron de las bibliotecas todos los libros que pudieran considerarse “contrarios a la moral cristiana”; se purgó del estamento del profesorado no solo a aquellos que hubieran apoyado al Frente Popular, sino incluso a los que no hubieran asistido a misa con regularidad. Durante décadas, la esencia del régimen de Franco no estaría decidida por la Falange, el Ejército u otras facciones del llamado Movimiento Nacional, sino por la Iglesia católica. No deja de ser significativo que España quedara en 1948 fuera de la ayuda del Plan Marshall porque la condición que exigían los Estados Unidos, esto es, que hubiera libertad religiosa para los protestantes españoles, no fuera aceptada por los obispos. Toda esta situación quedó consolidada con el Concordato que suscribió el régimen de Franco con la Santa Sede en 1953, en el que además se estableció que los clérigos disfrutaran de inmunidad judicial (lo que significaba que solo podrían ser procesados con permiso del obispo y cumplir condenas en cárceles especiales), que las instituciones eclesiásticas y los emolumentos del clero estuvieran exentos de impuestos, y que los programas de televisión y radio tuvieran espacios para defender “la verdad religiosa”, según la entendía la Iglesia, que asumía también las tareas de prohibición y censura de publicaciones y de libros.
Desde el comienzo de la década de los sesenta, la Iglesia iba a realizar un giro radical que le permitiría situarse como una de las fuerzas sociales más decisivas de cara al futuro, junto a otras fuerzas que irían emergiendo paulatinamente hasta la llegada de la Transición. El nuevo camino escogido por la Iglesia no iba a alterar excesivamente, sin embargo, su posición reaccionaria y de rémora histórica. El punto de inflexión lo marcó el Concilio Vaticano II, que fue anunciado por Juan XXIII en enero de 1959, comenzó en 1962 y terminó en 1965. En España, el cambio de rumbo de la Iglesia respecto del régimen franquista se suele situar en el papel activo que desempeñó en el nacimiento de ETA, organización que surgió en el colegio de san Ignacio de San Sebastián, en 1959. No solo los nacionalistas vascos en general, vinculados ya a la Iglesia desde sus orígenes, iban a ser los beneficiarios de esa Iglesia renovada: en abril de ese mismo año estallaron en Asturias huelgas relacionadas con la minería, en las que se implicaron activamente algunos sacerdotes y obispos. En 1963, asimismo, el abad de Montserrat, Aurelio María Escarré, defendía el nacionalismo catalán en unas declaraciones a Le Monde.
En diciembre de 1970 tuvo lugar el Juicio de Burgos contra dieciséis miembros de ETA acusados, entre otras cosas, del asesinato de tres personas. En el contexto de aquel juicio, la organización terrorista secuestró al cónsul honorario de la República Federal Alemana en San Sebastián, para lo cual contó con el apoyo directo e indispensable de varios sacerdotes. Asimismo, la Iglesia católica cedió locales para reuniones y encierros en favor de ETA y difundió distintas pastorales en apoyo de los terroristas juzgados. En paralelo, en Cataluña, la abadía de Monserrat se abría para servir de sede para un encierro en solidaridad con los terroristas. Por otro lado, cuando en 1972 la policía detuvo a los principales dirigentes de la organización comunista entonces ilegal, Comisiones Obreras, fue significativo el hecho de que la detención tuviera lugar en el convento de Oblatos de Pozuelo de Alarcón. Ninguna de estas tomas de postura de la Iglesia fue circunstancial ni aislada, sino parte de una línea de actuación sistemática y consecuente. Si no otras, o no en demasía, sí fueron lacerantes las actuaciones de la Iglesia catalana y vasca a favor del nacionalismo, e incluso la implicación de esta última en las acciones terroristas, bien colaborando muchos de sus sacerdotes directamente en ellas o bien prestando sus locales a los terroristas y negando, por el contrario, sus iglesias a las víctimas para sus funerales o, en fin, expresando más o menos sutilmente en sus pastorales y declaraciones su proximidad o comprensión con el terrorismo. El resto de la Iglesia española, como casi siempre, se dedicó en gran parte al sofisticado arte de lavarse las manos, buscar simetrías o hacer mutis por el foro. El nuevo régimen de “coexistencia” con el terrorismo (es decir, a fin de cuentas, de rendición a las exigencias de este) que siguió a los acuerdos de la banda terrorista con Zapatero, y que Rajoy mantuvo vigentes, nació significativamente en la casa de los jesuitas de Loyola, donde se firmaron los acuerdos. Incluso el papa Benedicto XVI bendijo el denominado “proceso de paz”, que coadyuvó decisivamente para colocar el porvenir de nuestra nación sobre un plano descendente que estamos recorriendo y que a nada bueno puede conducir.
Y a lo que íbamos: la Iglesia católica, principal beneficiaria de la dictadura de Franco, se situó decididamente, a partir de la década de los sesenta, en contra del régimen, e incluso acabaría jugando un muy importante papel, a través sobre todo de la figura del cardenal Tarancón, en el modo en que se fue diseñando la Transición. A la vez, como se ve, iban emergiendo nuevas castas políticas que, con ayuda de la Iglesia, fueron también posicionándose en puestos hegemónicos de cara a esa futura Transición.
En enero de 1979 se procedió a la firma del acuerdo entre España y la Santa Sede, en donde la Iglesia, entre otras ventajas, adquiría una dotación económica que no suponía merma alguna respecto de la que disfrutó bajo la dictadura de Franco. A lo cual se sumaba un extraordinario abanico de exenciones fiscales, especialmente la de los impuestos reales o de producto sobre la renta y sobre el patrimonio, así como de sucesiones y donaciones (en 1987, con Felipe González en la Jefatura del Gobierno, estos privilegios fiscales se ampliarían con la posibilidad que se permitió a las grandes fortunas de constituir SICAVs, que estaban exentas de numerosos impuestos). También se garantizaba en aquel acuerdo la enseñanza obligatoria de la asignatura de religión salvo en COU y estudios universitarios, impartida por docentes autorizados por la diócesis respectiva (en 1990 pasó a ser asignatura optativa). En 1993, Felipe González equiparó a efectos salariales y de seguridad social a los profesores de religión católica (unos 13.000) con el resto de los profesores, que habían accedido a su puesto mediante oposición (aquellos quedaron incorporados como interinos). Los privilegios de la Iglesia quedaron significativamente ampliados cuando en 1996 Aznar, de manera anticonstitucional, le entregó la posibilidad de inmatricular bienes inmuebles sin necesidad de justificar, mediante procedimiento judicial, escrituras públicas o actas notariales, que la propiedad que se registraba a nombre de la Iglesia era realmente suya; todo ello, claro está, siempre y cuando esas propiedades carecieran de escrituras previas. El número de fincas inmatriculadas por la Iglesia por este método fue de varios millares. Zapatero, en septiembre de 2006, suscribió asimismo unos acuerdos con la Iglesia católica en materia económica por los cuales adquiría esta un status económico aún más privilegiado que en las décadas anteriores.
De todo lo expuesto, se decanta la conclusión de que la Iglesia, apoyada en su papel de reconocida administradora de las formas de acceso a un más allá que dé sentido a la existencia en la tierra, ha sido la institución más poderosa de la historia de España, y muy pocas veces para bien. Aunque tuvo una función civilizadora en sus primeros siglos de existencia, especialmente a partir del Renacimiento ha jugado, sin embargo, un papel estrictamente reaccionario, coartando la libertad de pensamiento bien por la fuerza bruta o por la derivada de su control de las instituciones de enseñanza, y, a partir de la Ilustración, luchando abiertamente contra los impulsos del liberalismo de ir generando unas instituciones democráticas y una sociedad abierta. Asimismo, su papel como gran propietaria de inmuebles ha sido propio de un sistema feudal, lastrando gravemente la producción de riqueza; y los privilegios fiscales y tratos de favor acumulados en cuestiones de economía han resultado ser atentatorios contra el principio de equidad. Y respecto de su papel con los nacionalismos y el terrorismo, es de esperar que cuando los actores eclesiásticos implicados tengan su entrevista post mortem con San Pedro, este les diga que se han equivocado de destino y que a donde tienen que ir a parar es al puñetero infierno.
En plena sintonía con esa Iglesia reaccionaria, y mientras en Europa se abría paso la ciencia experimental, en la España que había empezado a regir la dinastía de los Austrias–ellos fueron quienes nos pusieron a la cabeza de la Contrarreforma–, los referentes culturales, podríamos decir que alternativos, eran los místicos. Y aunque, ciertamente, la Inquisición no fue en España más cruel que en otros sitios, su impronta marcó, sin embargo, los límites del ambiente intelectual al que estuvimos sometidos los españoles durante varios siglos, hasta la tardía desaparición de aquella lamentable institución en 1834.
Llegamos al tiempo del siguiente gran impulso histórico, la Ilustración, plenamente condicionados por el poder omnímodo de la Iglesia, que, a través de su absoluto control sobre la educación, siguió suponiendo un lastre a la hora de permitir que en España penetraran las nuevas actitudes intelectuales que encaminaban hacia la revolución científica. Por otro lado, la Iglesia contaba con un enorme poder económico en bienes inmuebles, que en sus manos se convirtió en gran medida en improductivo. Tal era su influencia sobre la marcha de las cosas, que cuando nuestros liberales llevaron a cabo la revolución que supuso la proclamación de la Constitución de 1812, no se atrevieron a cuestionar aquel poder eclesiástico, de modo que en esta ley fundamental no quedó consagrado el principio de libertad religiosa. Las conciencias iban a seguir seguido siendo vigiladas y tuteladas por la institución eclesiástica y por la Inquisición. La vuelta de Fernando VII en 1814 significó incluso un mayor reforzamiento de su poder.
(A partir de aquí, me apoyaré, sobre todo, en datos extraídos del libro “El traje del emperador”, de César Vidal, Premio Stella Maris de Ensayo de 2015)
Murió el rey felón en 1833, y el clero se apuntó masivamente al bando del carlismo absolutista, que entró en guerra contra los liberales, postura que se reforzó cuando en 1834 la Iglesia quedó privada de la perla de su poder al ser abolida la Inquisición. El Estado liberal nunca fue suficientemente fuerte a lo largo del siglo XIX, y sus medidas para acabar con el poder de las castas hasta entonces dominantes, como la misma Iglesia, fueron frágiles e insuficientes. Una de las tareas que era preciso abordar era la de la desamortización, que había de consistir en el hecho de poner en el mercado, previa expropiación forzosa y mediante una subasta pública, las tierras y bienes que hasta entonces no se podían enajenar (vender, hipotecar o ceder) y que se encontraban en poder de las llamadas “manos muertas” (improductivas), es decir, fundamentalmente, la Iglesia Católica y las órdenes religiosas; también la nobleza y las tierras de propiedad comunal de los pueblos quedaban afectadas por esta medida. Los propietarios hasta entonces de todas estas tierras tampoco tributaban por ellas al fisco. La desamortización ya se había llevado a cabo en la Europa del Norte en la que triunfó la Reforma durante el siglo XVI y en Francia durante la revolución del siglo XVIII. Mendizábal, ministro de la regente María Cristina no hizo bien la desamortización en 1836-37, pues consiguió que fueran los grandes propietarios los únicos capaces de entrar en la puja por las tierras liberadas, con lo que se aumentó el poder de los latifundistas, especialmente en el sur de España, sin llevar a cabo la necesaria reforma agraria que debía de haber convertido en propietarios a los pequeños y medianos campesinos, objetivo que tampoco logró Madoz en 1855, cuando llevó a cabo una nueva desamortización. Además, aunque se hacía preciso desamortizar el excesivo número de conventos y monasterios existentes, el patrimonio cultural quedó muchas veces devastado, y asimismo, la deforestación que llevaron a cabo los nuevos propietarios supuso una catástrofe ecológica. Por su parte, la Iglesia a lo que se dedicó fue a excomulgar tanto a los expropiadores como a los compradores de las tierras: ni buena ni mala, era partidaria de ninguna desamortización.
En 1834, los liberales moderados procedieron a la elaboración de un Estatuto Real, una especie de sucedáneo de la Constitución, de cuya redacción se encargó Martínez de la Rosa. Partía de la base de que la soberanía no residía en la nación sino en el rey, y dejaba sin reconocer la libertad religiosa. Tras un pronunciamiento de sargentos de la Granja en 1836, se promulgó una nueva Constitución en 1837, pretendiendo corregir ambas insuficiencias. En tal ocasión, el general Espartero, liberal progresista, desplazó de la regencia a María Cristina de Borbón, que asumió él mismo con la pretensión de asentar un verdadero orden constitucional liberal. Las oligarquías catalanas (afectadas por la pretensión del nuevo gobierno de suprimir el proteccionismo arancelario) y la eclesiástica conspiraron hasta lograr la expulsión de Espartero de la vida política. Fue sustituido por el general Narváez, el cual trabajó para conseguir una nueva Constitución intermedia entre el Estatuto Real de Martínez de la Rosa y las constituciones liberales, en la cual se consideraba que la soberanía era esta vez compartida por el rey y la nación; asimismo se suscribió un Concordato que regulaba las relaciones entre el Estado y la Iglesia, y que consagraba numerosos privilegios favorables a esta: de nuevo se negaba la libertad religiosa en favor del catolicismo, se dejaba la educación en manos de la Iglesia y el estado asumía la obligación de mantener al clero diocesano.
En 1854 Espartero regresó al poder con la pretensión de que el liberalismo recuperara la iniciativa, y cuando en 1856 una nueva constitución iba a devolver la soberanía a la nación, el general O’Donnell se hizo con el poder y consiguió que no llegara a aplicarse nunca. Los privilegios que la Iglesia había recuperado con Narváez se mantuvieron e incluso se ampliaron.
En 1868 se derrocó a Isabel II y se dio por terminado un régimen entonces exhausto. Aunque el nuevo régimen que empezaba, el del Sexenio Revolucionario, tenía una vocación profundamente democrática y pretendía limitar privilegios como aquellos de los que disfrutaba la Iglesia, la disgregación política entonces existente hizo finalmente inviable primero la nueva monarquía que iba a encarnar en Amadeo de Saboya, y después, desde 1873, la República que entonces se instauró. El clero católico no dudó entonces en azuzar a los carlistas para que se levantaran de nuevo contra el régimen constituido. Del fracaso final del Sexenio Revolucionario nació el régimen de la Restauración, con Alfonso XII convertido en nuevo rey.
La Constitución de la Restauración, promulgada en 1876, significó en general un claro retroceso: la soberanía volvía a dejar de residir en la nación para pasar a ser compartida por el rey y las Cortes; el Poder Legislativo también estaba mediatizado por el rey, y el Ejecutivo recaía asimismo sobre este. Y aunque el conservador Cánovas entendió como indispensable la proclamación de la libertad religiosa y que el Estado conservara su autoridad sobre las escuelas y universidades, dictó medidas para apoyar a las finanzas eclesiales con dinero público. La reacción de la Iglesia fue, pese a todo, de una extrema hostilidad, que se intensificó cuando en 1881 Sagasta y los liberales llegaron al poder.
Dios los cría y ellos se juntan: los nacionalismos vinieron a heredar, tanto en su ideología absolutista y feudalizante como en las zonas geográficas en las que predominaron, a los carlistas. Y allí estuvo también la Iglesia, a fines del siglo XIX, articulando el nacionalismo vasco y el catalán. Cuando en 1903 murió Sabino Arana, el PNV sobrevivió gracias al respaldo explícito de la Iglesia católica. En conjunto, detrás de la mayoría de los numerosos infortunios que aquejaron nuestro atormentado siglo XIX, estuvo la Iglesia como deplorable promotora o participante.
El conde de Romanones, a la sazón ministro liberal de Instrucción Pública, anunció en 1901 que se respetaría la libertad de cátedra de los profesores universitarios y suprimió la religión como asignatura obligatoria en las escuelas públicas de enseñanza secundaria. En 1906, el nuevo gobierno liberal presidido por Segismundo Moret presentó un programa de reformas que de nuevo incluía la libertad religiosa y otras medidas indispensables para cualquier estado en que el poder civil y el eclesiástico estén delimitados y sean independientes. La reacción de la Iglesia, para variar, fue de una virulencia extrema. Tras un gobierno del conservador Maura, cuando Canalejas retomó el poder para los liberales retrocedió ante las presiones eclesiales. La dictadura de Primo de Rivera fue bien acogida en 1923 por la Iglesia católica, aunque esa buena sintonía se rompió por el enfrentamiento del dictador con los separatistas catalanes, aliados de la Iglesia.
El año en que llegó la República, en 1931, se volvió a proclamar la libertad religiosa, la voluntariedad de la educación religiosa en las escuelas públicas, el matrimonio civil, un poco más adelante el divorcio, además de otras medidas secularizadoras igualmente sensatas y tendentes a la separación de la Iglesia y el Estado que fueron, todas ellas, recibidas por aquella no ya como una ofensa, sino con beligerancia. Lo cual no ayudó a calmar, precisamente, el clima de creciente crispación que estaba encaminando hacia la guerra civil. Cuando en 1933 la CEDA pudo condicionar, después de ganar las elecciones, al gobierno del republicano Lerroux, se permitió el regreso de la enseñanza confesional. Cuando en 1934, el PSOE, los nacionalistas catalanes y otros grupos dieron un golpe de estado revolucionario y, después de fracasar, llegó la hora de la represión, resultó significativo el hecho de que las solicitudes de clemencia de los obispos favorecieran únicamente al nacionalismo catalán, no a los demás condenados de ideología izquierdista.
El colectivo más beneficiado por el triunfo de Franco en la Guerra Civil fue, sin duda, la Iglesia católica: no solo logró que se derogara toda la normativa republicana que había estado encaminada a separar Iglesia y Estado, sino que la enseñanza quedó en sus manos, de modo que la asignatura de religión se declaró obligatoria en la enseñanza primaria y secundaria; se eliminaron de las bibliotecas todos los libros que pudieran considerarse “contrarios a la moral cristiana”; se purgó del estamento del profesorado no solo a aquellos que hubieran apoyado al Frente Popular, sino incluso a los que no hubieran asistido a misa con regularidad. Durante décadas, la esencia del régimen de Franco no estaría decidida por la Falange, el Ejército u otras facciones del llamado Movimiento Nacional, sino por la Iglesia católica. No deja de ser significativo que España quedara en 1948 fuera de la ayuda del Plan Marshall porque la condición que exigían los Estados Unidos, esto es, que hubiera libertad religiosa para los protestantes españoles, no fuera aceptada por los obispos. Toda esta situación quedó consolidada con el Concordato que suscribió el régimen de Franco con la Santa Sede en 1953, en el que además se estableció que los clérigos disfrutaran de inmunidad judicial (lo que significaba que solo podrían ser procesados con permiso del obispo y cumplir condenas en cárceles especiales), que las instituciones eclesiásticas y los emolumentos del clero estuvieran exentos de impuestos, y que los programas de televisión y radio tuvieran espacios para defender “la verdad religiosa”, según la entendía la Iglesia, que asumía también las tareas de prohibición y censura de publicaciones y de libros.
Desde el comienzo de la década de los sesenta, la Iglesia iba a realizar un giro radical que le permitiría situarse como una de las fuerzas sociales más decisivas de cara al futuro, junto a otras fuerzas que irían emergiendo paulatinamente hasta la llegada de la Transición. El nuevo camino escogido por la Iglesia no iba a alterar excesivamente, sin embargo, su posición reaccionaria y de rémora histórica. El punto de inflexión lo marcó el Concilio Vaticano II, que fue anunciado por Juan XXIII en enero de 1959, comenzó en 1962 y terminó en 1965. En España, el cambio de rumbo de la Iglesia respecto del régimen franquista se suele situar en el papel activo que desempeñó en el nacimiento de ETA, organización que surgió en el colegio de san Ignacio de San Sebastián, en 1959. No solo los nacionalistas vascos en general, vinculados ya a la Iglesia desde sus orígenes, iban a ser los beneficiarios de esa Iglesia renovada: en abril de ese mismo año estallaron en Asturias huelgas relacionadas con la minería, en las que se implicaron activamente algunos sacerdotes y obispos. En 1963, asimismo, el abad de Montserrat, Aurelio María Escarré, defendía el nacionalismo catalán en unas declaraciones a Le Monde.
En diciembre de 1970 tuvo lugar el Juicio de Burgos contra dieciséis miembros de ETA acusados, entre otras cosas, del asesinato de tres personas. En el contexto de aquel juicio, la organización terrorista secuestró al cónsul honorario de la República Federal Alemana en San Sebastián, para lo cual contó con el apoyo directo e indispensable de varios sacerdotes. Asimismo, la Iglesia católica cedió locales para reuniones y encierros en favor de ETA y difundió distintas pastorales en apoyo de los terroristas juzgados. En paralelo, en Cataluña, la abadía de Monserrat se abría para servir de sede para un encierro en solidaridad con los terroristas. Por otro lado, cuando en 1972 la policía detuvo a los principales dirigentes de la organización comunista entonces ilegal, Comisiones Obreras, fue significativo el hecho de que la detención tuviera lugar en el convento de Oblatos de Pozuelo de Alarcón. Ninguna de estas tomas de postura de la Iglesia fue circunstancial ni aislada, sino parte de una línea de actuación sistemática y consecuente. Si no otras, o no en demasía, sí fueron lacerantes las actuaciones de la Iglesia catalana y vasca a favor del nacionalismo, e incluso la implicación de esta última en las acciones terroristas, bien colaborando muchos de sus sacerdotes directamente en ellas o bien prestando sus locales a los terroristas y negando, por el contrario, sus iglesias a las víctimas para sus funerales o, en fin, expresando más o menos sutilmente en sus pastorales y declaraciones su proximidad o comprensión con el terrorismo. El resto de la Iglesia española, como casi siempre, se dedicó en gran parte al sofisticado arte de lavarse las manos, buscar simetrías o hacer mutis por el foro. El nuevo régimen de “coexistencia” con el terrorismo (es decir, a fin de cuentas, de rendición a las exigencias de este) que siguió a los acuerdos de la banda terrorista con Zapatero, y que Rajoy mantuvo vigentes, nació significativamente en la casa de los jesuitas de Loyola, donde se firmaron los acuerdos. Incluso el papa Benedicto XVI bendijo el denominado “proceso de paz”, que coadyuvó decisivamente para colocar el porvenir de nuestra nación sobre un plano descendente que estamos recorriendo y que a nada bueno puede conducir.
Y a lo que íbamos: la Iglesia católica, principal beneficiaria de la dictadura de Franco, se situó decididamente, a partir de la década de los sesenta, en contra del régimen, e incluso acabaría jugando un muy importante papel, a través sobre todo de la figura del cardenal Tarancón, en el modo en que se fue diseñando la Transición. A la vez, como se ve, iban emergiendo nuevas castas políticas que, con ayuda de la Iglesia, fueron también posicionándose en puestos hegemónicos de cara a esa futura Transición.
En enero de 1979 se procedió a la firma del acuerdo entre España y la Santa Sede, en donde la Iglesia, entre otras ventajas, adquiría una dotación económica que no suponía merma alguna respecto de la que disfrutó bajo la dictadura de Franco. A lo cual se sumaba un extraordinario abanico de exenciones fiscales, especialmente la de los impuestos reales o de producto sobre la renta y sobre el patrimonio, así como de sucesiones y donaciones (en 1987, con Felipe González en la Jefatura del Gobierno, estos privilegios fiscales se ampliarían con la posibilidad que se permitió a las grandes fortunas de constituir SICAVs, que estaban exentas de numerosos impuestos). También se garantizaba en aquel acuerdo la enseñanza obligatoria de la asignatura de religión salvo en COU y estudios universitarios, impartida por docentes autorizados por la diócesis respectiva (en 1990 pasó a ser asignatura optativa). En 1993, Felipe González equiparó a efectos salariales y de seguridad social a los profesores de religión católica (unos 13.000) con el resto de los profesores, que habían accedido a su puesto mediante oposición (aquellos quedaron incorporados como interinos). Los privilegios de la Iglesia quedaron significativamente ampliados cuando en 1996 Aznar, de manera anticonstitucional, le entregó la posibilidad de inmatricular bienes inmuebles sin necesidad de justificar, mediante procedimiento judicial, escrituras públicas o actas notariales, que la propiedad que se registraba a nombre de la Iglesia era realmente suya; todo ello, claro está, siempre y cuando esas propiedades carecieran de escrituras previas. El número de fincas inmatriculadas por la Iglesia por este método fue de varios millares. Zapatero, en septiembre de 2006, suscribió asimismo unos acuerdos con la Iglesia católica en materia económica por los cuales adquiría esta un status económico aún más privilegiado que en las décadas anteriores.
De todo lo expuesto, se decanta la conclusión de que la Iglesia, apoyada en su papel de reconocida administradora de las formas de acceso a un más allá que dé sentido a la existencia en la tierra, ha sido la institución más poderosa de la historia de España, y muy pocas veces para bien. Aunque tuvo una función civilizadora en sus primeros siglos de existencia, especialmente a partir del Renacimiento ha jugado, sin embargo, un papel estrictamente reaccionario, coartando la libertad de pensamiento bien por la fuerza bruta o por la derivada de su control de las instituciones de enseñanza, y, a partir de la Ilustración, luchando abiertamente contra los impulsos del liberalismo de ir generando unas instituciones democráticas y una sociedad abierta. Asimismo, su papel como gran propietaria de inmuebles ha sido propio de un sistema feudal, lastrando gravemente la producción de riqueza; y los privilegios fiscales y tratos de favor acumulados en cuestiones de economía han resultado ser atentatorios contra el principio de equidad. Y respecto de su papel con los nacionalismos y el terrorismo, es de esperar que cuando los actores eclesiásticos implicados tengan su entrevista post mortem con San Pedro, este les diga que se han equivocado de destino y que a donde tienen que ir a parar es al puñetero infierno.