Recién aterrizo de Santo Antonio y vengo absolutamente renovado, como cada vez que voy allí, y eso que he tenido que bregar con albañiles y pintores con los trabajos de consolidación de grietas y humedades de la Iglesia, pero mantener el patrimonio en pie es lo que tiene. Santo Antonio es mi mundo, mi paraíso, mi retiro, mi tierra, el lugar donde me encuentro conmigo mismo, donde una vez pensé en vivir, donde soy profundamente feliz pisando el suelo, dando paseos oliendo el campo, sentándome junto a la albufera, mirando el agua de las charcas, embelesándome con las vacas, zachando la tierra... He podado la higuera centenaria, he saneado las adelfas, he plantado lirios y tulipanes, he escuchado a Bach... Pocas cosas mejores se me pueden ocurrir para pasar unos días.
Soy, en el fondo, un solitario y llevo dentro de mí las Geórgicas, la Bucólicas y más de un verso de Fray Luis. En Santo Antonio estoy conmigo, con Dios, con el Amor en su máxima expresión, con la sencillez de saberse nada, de admirar la maravilla de la Creación, con la certeza de la absoluta simplicidad de la pobre mesa y casa...
En Santo Antonio acampó sus tropas Alfonso V antes de cruzar la frontera con Castilla para defender los derechos de su mujer Doña Juana (mal llamada la Beltraneja) frente a la usurpadora Isabel. La Iglesia austera y franciscana fue privilegiada por Reyes y Prelados, arrasada por Don Juan José de Austria, cuna y sede del Real Capítulo de Caballeros de Santo Antonio, al que han pertenecido durante cinco siglos las primeras familias de la nobleza portuguesa. Pero por encima de eso, es el lugar que siento mi casa más que ningún otro, quizá porque allí he sido y soy profundamente feliz y me han sucedido algunas de las cosas más maravillosas e íntimas de mi existencia, y ocupo las estancias en las que durante siglos vivieron los ermitaños.
Ahora me encargo de mantenerla, de conservarla, de mimarla, sabiendo que lo que se recibe se debe transmitir y uno sólo es un mero eslabón de una cadena centenaria. A veces, contemplando la Iglesia, pisando la tierra, puedo sentir una ligera idea de propiedad, pero no es así, no puedo sentirme más que un simple administrador, porque la propiedad la poseen Dios y los siglos. La Familia ha intentado poner en pie y mantener ese legado y no sé (por experiencia) que puede deparar el futuro a estos viejos Coutos de Santo Antonio.
Casi dos años duró la rehabilitación de la Iglesia, y mereció la pena reconstruir la Casa de Dios y retomar el Culto en ese templo cinco veces centenario que dibujó Duarte das Armas en 1510. Estar a solas en la nave, hablar con el Señor a través de San Antonio me llena de paz. Cuántas veces habré pensado en retirarme allí y dedicarme completamente al campo, dejando todo. Sí sé, si lo estima oportuno mi Familia el día que muera, que quiero descansar allí, bajo el manto de San Antonio, que sólo se escriba mi nombre -sin más- sobre la lápida, en el suelo, para que se pisen mis despojos, y esperar allí, entre las suaves lomas del Alentejo el Día del Juicio, ese día en el que me examinarán del Amor.