Revista Cine
¿Habéis visto a la mayoría de los futbolistas cuando fallan un penalty o cuando marran un gol fácil?. Todos acaban mirándose la bota, por si no está bien atada, o se ha movido en ese momento crucial, o comprobando la superficie desde la que han chutado. Miran y miran buscando qué les ha impedido concretar y marcar. Van locos por encontrar el motivo externo que los ha dejado en evidencia, "si yo lo hago todo perfecto", y, en todo caso, esa escenificación les permite disimular, no mirar a los ojos al público decepcionado ante su error.¿Pues entonces a qué voy a culpar yo de lo que me ha pasado ayer con Pedro Páramo?.Ese parque, esos árboles, esos lugares donde uno se achicharra o incluso, milagro en julio en Barcelona, pasa fugaz una ligera brisa. Donde las únicas interrupciones son las que uno se impone, para cambiar de pose y evitar que se agarroten las piernas, para el avituallamiento del mozo al que custodio. Pero no. Recuerdo una primera lectura de Pedro Páramo hace unos cinco años. Espoleado por la buena escritura, me dejé llevar por esas escasas 100 páginas y, aunque lejos del entusiasmo que detectaba (y detecto) desde su contraportada hasta los foros más recónditos, creí entender el sustento literario de la historia. Aunque no del todo: soy consciente de que hay libros que hay que ir revisando. Después de todo, lo hice con Salinger, otro autor de obra mínima pero referencial, y esquivo con los medios. Entonces, por la cuestión de toda mi experiencia reciente, decidí que era el momento de una segunda lectura. Pero, insisto, no. Eso: ha sido el parque y las cotorras que gritan desde las ramas. Los culpables de que yo me entere, aún menos, que en la primera lectura. Que llegue a los detalles de la primera vez, los de la cuestión estilística, pero que me siga pareciendo confuso y caótico, en su manía de los saltos cronológicos y el desplazamiento de la figura del narrador. De los nombres extraños y de las personas vivas que callan y de las muertas que hablan. De mezclarlo todo hasta lograr una argamasa que, insisto, yo, insisto, ayer, insisto, allí, no fui capaz de descifrar. Detallo esas circunstancias para que queden claras. Esta semana le he zurrado la badana a un héroe de la música de un país, le he dado la espalda al icono de la nueva literatura americana y ahora no me muestro genuflexo ante un clásico indiscutible. Actúo casi como un estudiante de secundaria al que le plantan elegir leer un libro para hacer un trabajo escolar como alternativa a una sugerente tarde libre con amigos y amigas. Digo glups cuando alguien me muestra entusiasmo ante lo que yo pueda opinar de este libro. Ese glups significa tragar saliva, significa mirar ligeramente de soslayo y decir: puede que deba esperar un tiempo más.