Es inevitable pensar en la muerte. Antes de estar enfermo no pensaba casi nunca, pero ahora la muerte forma parte de mi vida, así que no me puedo evadir igual que no puedo dejar de respirar. No duele pero es triste, tan triste que debería estar prohibida tanta tristeza. En un mundo ideal, en el que las emociones estuviesen controladas por un súper ordenador todopoderoso capaz de regular los niveles máximos y mínimos de cada sentimiento humano, no sería posible el punto de tristeza que produce saber que vas a morir antes de tiempo.
Y ahí está la clave. “Antes de tiempo”, ¿cómo saberlo? ¿cómo saber cuándo? Imposible. Incluso puede que no sea el cáncer lo que me mate. No debería haber razones para la tristeza y sin embargo hay tristeza. Yo creo que es porque la calidad de vida baja tanto que uno se da cuenta de lo vulnerable que es. A mis 40 años todavía estaba en una fase en la que pensaba que todo era posible y cumpliría muchos de mis sueños. Sin ser tan ingenuo como en la adolescencia, sí me sentía lo suficientemente fuerte, inteligente y experimentado como para hacer frente a una vida nueva, a nuevos desafíos y nuevas metas.
Nuevas batallas que ganar.
Y parece que la vida me dijo “¿No querías caldo? Pues toma tres tazas. Ahora sí que tienes nuevas batallas que ganar y ¿qué batallas más importantes puede haber que las que se libran jugándote la vida?”.
Puta vida. Conmigo ha sido puta. Primero muy bien, caricias en el lomo, aventuras sin fin y todo buen rollo, pero después me arrebata de golpe todo lo que me dio y me castiga al rincón de los indefensos a luchar por ella como si no hubiera un mañana, como si cada amanecer dependiese de mi lucha diaria.
Y no puedo hacer nada. Callar, obedecer y resistir. Levantar la barbilla, sacar pecho, poner mirada de chico fuerte y hacerme el valiente. Lo de disfrutar la vida pertenece al pasado.
Y suena tan lejano que parece el pasado de otro.