Revista Religión
El pasaje subterráneo, de Kryzstof KieślowskiEsta película de apenas treinta minutos, rodada en 1973, es la primera de cuantas rodaría Krzystof Kieślowski (1941-1996), uno de los grandes directores europeos del siglo XX. Hasta la fecha de la realización de El pasaje subterráneo, Kieślowski se había dedicado a rodar documentales, impronta que deja notarse en el transcurso de la historia protagonizada por Michal y Lena, un matrimonio roto por las incontables infidelidades de ella y la inobservancia del marido, más dedicado al orden de unas cosas absolutamente banales y sin importancia... dedicación esta que le condujo a no percibir en absoluto ninguno de los movimientos de su mujer: «−Y ni lo notaste −apunta ella−. Ni siquiera se te pasó por la cabeza. Estabas ocupado con tus tonterías, ordenando los bolígrafos... Hablando cada día de lo que conviene y no conviene, de cómo hay que arreglar bien las cosas para que siempre todo cuadre bien. ¿Verdad? Pensabas en a quién debes saludar y a quién no. Y yo me acostaba con todos». El rostro de Lena, en primer plano mientras se puede ver un poco la parte posterior de la cabeza de él, es impactante mientras larga este discurso, desnudo, descarnado, frío como el suelo mojado de ese túnel subterráneo en cuyo seno transcurre toda la película. Esta rociada de palabras es el auténtico pasaje subterráneo de la obra, que ya se encuentra en el último tercio de duración. Ambos están muy cerca en esta secuencia. La boca de ella, sus labios finos, el blanco y negro del film, acuden al instante como soldados en el fragor de la pugna. Curiosamente, además, todo lo descarnado de unas palabras que son espetadas casi de modo inhumano, hacen que el espectador, en cuanto se recobra del aturdimiento gracias al «−Mientes» con que él corta a Lena, recupere toda la carnalidad que, en el fondo, esconde el discurso. Lena rehúsa administrar sus palabras; la revelación de todos los nombres de aquellos con los que se acostó parece manar del despecho de quien quiere aparecer sin sentimientos, inexpugnable, invencible, mas en el fondo estamos ante el descubrimiento de un alma en queja que hace de su aparente indiferencia un arte de la defensa, una brutal dolencia frente al otro. De hecho, no es difícil percibir cómo Lena está acudiendo al pasaje subterráneo de sus miserias para 'justificar' de algún modo su proceder... El escritor suizo Max Frisch en su novela autobiográfica Montauk, afirma que «nuestra culpa tiene una utilidad: justifica la vida de los otros». Aquí parece al revés: como no hay nada que perdonar (así había sostenido ella al comenzar la secuencia), Lena enumera sus escarceos infieles para escudarlos y justificarlos ante el descuido de un Michal empeñado en el pasado, más en la epidermis de la vida que en lo que por entonces, y sin él saberlo, estaba abrasando a su mujer. Pero la culpa es irónica: nada que perdonar es igual aquí a todo. Nada es, precisamente, tanto la retahíla confesa de los amantes como la enumeración prosaica de los intereses pasados de Michal, que bien merecerían ser anotados en un aséptico libro de cuentas antes que entre los genuinos intereses de un ser humano. Nada es aquí la paradoja de ser todo el contenido de una lista de acciones. La salida del túnel, al final de la película, es también el comienzo de otra vida, de una existencia que pronto será expresada en unas acciones que, desde entonces, van a requerir la metafísica del todo y del porqué.