Revista Videojuegos

El paso del tiempo

Publicado el 28 julio 2015 por Deusexmachina @DeusMachinaEx

La temática apocalíptica se refugia en la reflexión temporal: no tuvo por qué acabar así. Quedan expuestos los seres humanos. La narrativa se alimenta de la danza alrededor de los límites morales. Quien se ancla en valores de otros tiempos, quien se ampara en el pragmatismo; quien se agarra a lo que hubo, quien se adapta; quien no quiere ser lo que era y aprovecha la oportunidad, quien amó quien fue y no acepta lo que es. Supervivencia. Miseria física y moral. Relacionándose entre sí los individuos y sus valores, tanteándose, confrontándose.

La Carretera (Cormac McCarthy, 2006) usa un estilo directo y parco —austero en signos de puntuación— para recoger esa ambientación y nos sitúa junto a un padre y su hijo en un entorno derruido (la mezcla de infante y adulto en un planeta derrotado la tenemos fresca en The Last of Us)La obra de Cormac, ganadora del Pulitzer, sintetiza la esencia de la que se nutren obras como The Walking Dead DayZ: pesadumbre bajo una atmósfera negra.

Duerme.
Ojalá estuviera con mamá.
Él no dijo nada. Se sentó junto al pequeño arropados en las colchas y las mantas. Al cabo de un rato dijo: te refieres a que te gustaría estar muerto.
Sí.
No debes decir eso.
Pero lo digo.
No lo hagas. No es bueno decir esas cosas.
No puedo evitarlo.
Lo sé. Pero procura no hacerlo.
¿Y cómo?
No lo sé.

La carretera – Cormac McCarthy.

La carretera es reconocida influencia de Dead Synchronicity, aventura gráfica que se ampara en Daedelic Entertainment, una de las mayores distribuidoras de aventuras gráficas del mundo en un país, Alemania, que disfruta mucho el género. Referencias lúdicas: aventuras gráficas de tono oscuro como I Have no Mouth, and I Must Scream, Sanitarium o un reciente The Cat Lady.

El título nos avisa nada más comenzar de que se va a apoyar en la perspectiva cinematográfica —los cortes de pantalla— para explicar parte de la historia: estamos en un mundo apocalíptico y como suele ser habitual el hecho de que el protagonista haya perdido la memoria servirá de anzuelo para recibir un cúmulo de explicaciones que llenarán tanto su vacío narrativo como el del jugador que lo maneja. Cuando Michael, que así se llama, pregunta “Qué es la Gran Ola” lo hace porque el jugador también lo ignora. Una pandemia parece aterrorizar a los supervivientes: los “disueltos” con capacidades sobrenaturales y la condena de la desaparición.

Michael despierta en un campo de concentración creado por el ejército para mantener a la población controlada. Nuestro primer acompañante es un personaje llamado Rod, uno de esos individuos que en el Titanic te ofrecería su sitio en el bote salvavidas para quedarse junto a los violinistas. Compasivo, pedirá disculpas cuando use un lenguaje rudo al no poder contener la ira generada por la situación sanitaria de su hijo; Rod es ese compañero de colegio que nunca se enfadaba hasta que se enfadó. Rod explica a Michael algunos detalles inmersivos y le cuenta que le ha curado tras encontrarle malherido. Se genera una deuda de gratitud que va a motorizar no sólo el comienzo de Michael en la aventura —al fin y al cabo qué objetivo puede tener una persona si no recuerda nada ni sabe cómo recuperar los recuerdos— sino una de las mejores vías narrativas del juego. El bueno de Rod se enfada cuando invadimos su intimidad pero luego nos pide perdón. Su espalda se curva y baja la cabeza, afligido, pero siempre intenta enderezarse; la flexible física de la esperanza. Rod nos pide que salvemos a su hijo:

Dormían acurrucados el uno contra el otro envueltos en las malolientes colchas en medio de la oscuridad y el frío. Él abrazando al chico. Tan flaco. Mi corazón, dijo. Mi corazón. Pero sabía que aun siendo un buen padre era muy posible que ella llevara razón en lo que dijo.
Que el chico era lo único que había entre él y la muerte.

La carretera – Cormac McCarthy.

Desde el centro del campo de concentración —situado en una zona desértica— el horizonte permite contemplar una ciudad: de ella se desprende una canción que puede oírse si te pegas a la alambrada. En el interior se reproduce un clasismo darwiniano: quien sobrevive lo hace porque puede, quien está enfermo es débil y sobra. En este hábitat tener whisky caro precintado o una casa de ladrillos —cuando los demás viven en caravanas o infraviviendas— se convierte en bien burgués. En el bar de El Cazador un capó de un coche de marca sirve como mesa. Los lujos contrastan con la imagen decadente de un altavoz que arroja música country y una barra que permanece sucia por mucho que el barman la limpie. Hasta el taburete ofrece mal aspecto. En el campo El Cazador se erige como figura dominante, mafiosa. El pragmatismo del mal. Quien se acerca a ti hablando de las bondades de la lealtad lo hace esperando que algún día le pertenezcas. El Cazador nutre su idiosincrasia a través de la violencia sufrida por su padre, que le preparaba para un mundo desgraciado. Ellos o nosotros. Sus buenos modales contrastan con el par de matones que le acompañan. No es lo peor que puedes encontrarte en un campo de concentración a cuya entrada yace el muro de la vergüenza, teñido de la sangre de los ejecutados. El civil medio es una rata —porque ronda la basura— y luego está el topo, que al chivatear sobrevive. Sobrevuela la paranoia colaboracionista. Los niños se entretienen tirando piedras a una diana sobre la que puede leerse “Cerdos” en referencia a los vigilantes de seguridad. Toda esta escenografía se dibuja con un precioso y delicado apartado gráfico: los rostros angulosos beben del expresionismo alemán dotando al contexto de un surrealismo gráfico, como ya hiciera I Have no Mouth, And I Must Scream —un póster del juego cuelga en la oficina de Fictiorama Studios— en el escenario de Nimdok.

* * *

Entre las virtudes del título de Fictiorama Studios constan la comunicación con el jugador, la homogeneidad del mensaje y su apuesta narrativa.

Una interfaz cómoda administra todas las acciones bien con el botón izquierdo bien con el derecho, sin usar ninguna gramática verbal, tan habitual en algunos clásicos del género. Un diario sirve, más que como ayuda, como recordatorio de lo sucedido si el jugador abandona el juego unos días. Cuesta percibir acciones alejadas del contexto. En la primera acción del juego, que se usa para zambullir al jugador en el mundo caótico que se le viene encima, éste debe acertar a encender un quinqué: el escenario está a oscuras. El simple hecho de que la primera acción suponga darle clic a un objeto que no se encuentra en la oscuridad refleja una introducción templada frente a la alternativa de soltar al jugador, a bote pronto, en un escenario que debe investigar. Otro gesto en este sentido se ve en su primera apertura más allá del escenario de la caravana inicial: para poder moverse allende el campamento Michael tendrá que encontrar unos zapatos que le permitan caminar sin perder los pies. El comienzo del juego está, por tanto, perfectamente contextualizado en un panorama de búsqueda de respuestas, de desarrollo personal, de exploración.

Dead Synchronicity es un juego duro que no se anda con remilgos o medias tintas. Todo el título parece enfocado a fomentar una sensación de abandono, una herrumbre emocional que no admite ni camuflaje, ni recuperación, ni eliminación. El licor caro se usa para desinfectar heridas. Los habitantes de la ciudad cabecean al oír al predicador: no tienen nada mejor que hacer que sentarse a escuchar a un hombre que promete mejoría. Junto a la entrada del parque yace un árbol centenario que se ha talado. En una fuente se pudren unos peces muertos. Suicide Park no es la pesadilla que nos aliviaría por ser onírica y no real: allí van los olvidados y sin nombre, «marionetas mecidas por el viento» de la muerte. El horror del centro médico, espantoso receptor del lamento humano. El padre que quema los juguetes del hijo para que no se los apropien los vagabundos cuando fallezca. La madre desequilibrada mentalmente a la que intentamos consolar regalándole un muñeco que intentamos asemejar a su hijo perdido; la apaciguamos y guiamos de vuelta a un paisaje interior donde los hechos ocurrieron de otra manera. Desde el comienzo la descripción contornea un panorama desolador: la cocina huele a comida reseca; el cuarto está hecho polvo; los muebles están deteriorados. En Dead Synchronicity desaniman hasta los olores: el desagradable aceite industrial. La madurez del título se plasma a través de muchos ejemplos: los suicidas de Suicide Park, los vagabundos que nos encontramos al comienzo —y cuya posterior desaparición los instalará en nuestra memoria—, la chiquilla que es prostituida por unos proxenetas prácticos, el enfermo que necesita morfina bien para calmar su dolor bien para contribuir a su eutanasia, la cara que tenemos que deformar con un cristal para cambiar su apariencia, el niño que se disuelve a lo gore.

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Las abundantes descripciones merecen mención aparte. Casi siempre obtendremos dos. Dar un clic a un objeto no es suficiente: dar el segundo puede tanto dar una pista —las luces fluorescentes te recuerdan que el edificio consume electricidad, las monedas son finas como la punta de un destornillador— como una pincelada ambiental. Las tendremos de varios tipos y todas ayudarán. Las de tipo narrativo: Michael contempla comprensivo el whisky que guarda Rod, imaginándole evasivo en momento de debilidad; la ventana del cuarto del hijo de Rod se deja sin limpiar adrede para tener más intimidad; en el sótano del centro médico los ventiladores funcionan a poca potencia y en su suelo se amontonan las colillas de los cigarrillos: ya no importan las condiciones salubres en el centro médico. Las hay de licencia lírica. Desde el principio revolotea sobre nosotros una poesía lúgubre: cuando miramos el quinqué este parece arrojar una iluminación fantasmal, siniestro preámbulo de la avalancha espiritual que se está gestando; el aspecto de un camión de helados oxidado nos recuerda al esqueleto de una ballena varada. La destrucción mediante la semántica: «A esa cómoda le han arrancado los cajones sin piedad; yacen desmembrados». Una valla de Suicide Park parece «pedir ayuda con sus hierros retorcidos clamando al cielo». La botella vacía «tan seca y vacía como mi memoria». Hasta iluminar cansa: «Las lámparas de la calle se esfuerzan por alumbrar». Un zapato que hay en el agua «parece un náufrago». Descripciones que acabarán ensangrentando mental y físicamente al protagonista.

En los diálogos la cámara se acerca, enriqueciéndolos visualmente. Las reflexiones de Michael para sí mismo —a través de primerísimos planos— llegan a resultar excesivas, pertinentes —y a veces narrativamente necesarias para justificar los virajes de guion— cuando se usan para complementar la percepción del jugador, sobrantes cuando se utilizan para subrayar lo ya claramente expuesto: no hace falta especificar que El Cazador es un personaje en el que no deberíamos confiar mucho, ya nos hemos fijado en las malas caras de los gorilas que le rodean. Los diálogos fluyen equilibradamente, dando respuestas adecuadas, justificadas. Se nota el esfuerzo puesto en que según la información que Michael maneje las opciones puedan ser distintas, lo que supone en cuanto a programación un pesado trabajo de control de variables bajo el motor Unity con el que está construido el título. Es difícil que el jugador pueda llegar a dudar sobre los objetivos que tiene que cumplir. Salvo en el abrupto final —cliffhanger necesario al ser Dead Synchronicity primera parte de una saga inacabada— el ritmo desencadenante de los hechos ni abruma ni aburre. Se ha puesto mucho cuidado en la narrativa, cosa que no extraña cuando se comprueba que el primer y único vídeo del canal de YouTube de Fictiorama Studios que no se centra en su obra Dead Synchronicity destaca la importancia del guion en los videojuegos. No sólo eso: Dead Synchronicity gana el Premio a la Mejor Narrativa en el BIG Festival, evento de videojuegos brasileño y consta una interesante relación: en ese vídeo mencionado se habla del curso de narrativa interactiva que imparte Josué Monchán, partícipe en las mejores aventuras gráficas de Pendulo Studios —referente patrio del género para Fictiorama Studios— que a la vez ha colaborado con Daedalic Entertainment —distribuidores de Dead Synchronicity— en la localización de Deponia. La conexión narrativa es evidente.

Dos aspectos enturbian la notable apuesta narrativa de Dead Synchronicity: la complejidad de sus personajes y el uso de la moral como guía.

Sucede que en una época en la que en las series de televisión ha triunfado el antihéroe es razonable pedirle a los personajes que sean capaces de mostrar todo un poliedro con buenas y malas aristas: el precursor de estos personajes de HBO es el ínclito Tony Soprano, que en el primer episodio de Los Soprano es capaz de pegar una paliza a una persona pero también de sufrir un ataque de ansiedad cuando los patos a los que alimenta en su piscina se van. Es un personaje que a lo largo de una serie de temporadas es capaz de mostrar valores positivos y negativos, como todos los seres humanos. Pulir un personaje para que caiga en el maniqueísmo de ser bueno o malo reduce su complejidad y nos retrotrae a épocas pasadas. Por eso Rod es un personaje interesante: es el Ned Flanders del campamento y a pesar de eso le vemos enfadarse, encontramos su whisky y le imaginamos bebiendo a escondidas. Es un personaje que ofrece contraste, que es buena persona pero no puede con todo y es capaz de enfadarse como los demás cuando llega a su límite. Sin embargo no encontramos esa complejidad en otros personajes. La esposa de uno de los topos siempre nos resultará desagradable, comparándonos con el «resto de ratas», ofreciéndonos dinero porque «eso es lo que queréis todos». Y ese comportamiento es el esperable de la mujer de uno de los chivatos, por eso se echa de menos alguna arista personal más allá de la conservación de sus privilegios, algún matiz, algo que la saque del estereotipo. Al igual que pasa con El Cazador, que acaba cumpliendo un cliché sin que la justificación del padre violento acabe arrojando un perfil distinto, una vía de escape. Hubiera sido interesante que Michael pudiera haber conseguido un favor de El Cazador apelando a un valor cercano a su padre y no siempre gracias a un intercambio de bienes materiales. Hubiera sido interesante que pudiéramos haber despertado el amor de la esposa del topo por sus hijos. Se pierde la oportunidad en Dead Synchronicity de profundizar en los laterales de la personalidad. Ni uno de los guardias muestra un gesto de bondad. No hay problema en que se afronte el título desde el maniqueísmo —como si no hubiera magníficos personajes buenos o malos— pero personajes como el de Rod acaban empequeñeciendo al resto.

Dead Synchronicity plantea el uso de la moral de manera ambigua. Bajo las reflexiones que hace Michael al dialogar con los personajes se nos posiciona hacia la bondad y la solidaridad sin que ello esté exento de cierto interés propio. No se le plantea una libertad moral al jugador, sino que debemos seguir el camino del guion a pesar de que a veces pudiéramos estar más o menos de acuerdo con Michael. Se nos impone la ayuda al prójimo: para conseguir una cizalla primero deberemos ayudar a su portador a guarecerse en una casa ante el toque de queda impuesto en la ciudad. Michael tenderá a pensar que quien muestra compasión es buena persona, querrá salvar a personas que viven situaciones injustas, y sin embargo nada más empezar hurgamos en un carrito cuyo contenido pertenece a un vagabundo. Es lo que único que tiene y estamos dispuestos a robárselo. Detrás de Michael pervive el egoísmo, al fin y al cabo. Como cuando decide darle una pistola a una persona sabiendo que ello va a provocar muertes en vez de atreverse a disparar él: no quiere arriesgar su pellejo. Otro ejemplo de una moral contradictoria lo tenemos en el puzle en el que podemos elegir darle un objeto a unos niños. Darles ese objeto les pone en peligro y aún así podemos hacerlo. Aquí Michael piensa en sí mismo arriesgando la vida de unos críos. Reflexionando sobre la motivación de Michael a la hora de conseguir la vacuna para el niño de Rod —nuestra primera misión en el juego— vemos que sólo acepta hacerlo cuando se le garantiza que se le va a ayudar.

No sólo se producen contradicciones en la moral de Michael, sino que el juego nos coloca en ciertas situaciones que contradicen una moral impuesta por los desarrolladores: en algunos casos tendremos libertad de elección. Ya hemos hablado de ese puzle de los niños —que en realidad oculta un secreto que los desarrolladores no quieren mencionar— pero hay otro ejemplo: encontramos el cadáver de una persona y se nos deja elegir si mentirle a su pareja sentimental o decirle la verdad, provocando con la decisión que se abra una opción de diálogo con una tercera persona a la que podemos pedirle que nos ayude a dar un entierro civilizado a la persona fallecida. Y sin que esto, además, resuelva ningún puzle. El aporte es puramente narrativo. Parece como si, siendo más fácil la labor del guionista al posicionar automáticamente al jugador en un cierto registro moral —al fin y al cabo el guionista Alberto Oliván prefiere una narrativa lineal a la que pueda tolerar un sandbox—, en ciertas situaciones se le quisiera tender la mano, ofreciéndole ser partícipe de la historia. Lo cual se agradece, pero contraría a un jugador que ya había asimilado cierta servidumbre en la toma de decisiones. Permitirle otear un poquito el horizonte para acto seguido volverle a llevar a la celda apesadumbra. Dead Synchronicity apuesta en todo momento por tratar la moral, pero no es un título que nos permita decidir sobre ella. En algunas entrevistas los desarrolladores confiesan «obligar al jugador a tomar decisiones que en la vida real no tomaría. Deberá tragarlas». Lo cual sugiere un espíritu obligacionista. Que no tiene por qué está mal, pero choca con esas tomas de decisiones que de hecho se agradecen. Se percibe un ánimo experimental, como cuando los niños están detenidos y se acosa al jugador para que resuelva el puzle rápidamente. Ese acoso resulta excesivo —y superfluo ya que puedes tardar lo que quieras en resolver el puzle— pero es fácil imaginar a los desarrolladores queriendo probar distintos conceptos. Otro de esos conceptos se aprecia en la extravagancia detallista pero poco útil de que Michael deje sus objetos más pesados en la orilla antes de meterse en el agua para recogerlos después.

La narrativa también influye en el diseño.

La resolución de puzles no destaca por su extravagancia -se huye del pixel-hunting- en general, siendo habitual el poso de conocimientos naturales que se espera tenga el jugador: el alcohol que sirve desinfectar heridas, la goma que sirve como aislante. El objeto más práctico será la palanca, que usaremos seis veces: alegoría perfecta de la palanca como herramienta versátil e imprescindible en un apocalipsis; ¿tenemos palancas en nuestras casas? Los puzles favorecen una visión pesimista, obstaculizada: cuando consigamos una película para la cámara ésta no cerrará del todo, cuando accedamos a las alcantarillas éstas nos parecerán demasiado oscuras y luego necesitadas de un mapa, los matorrales que tendremos que podar para cruzar Suicide Park, las puertas imposibles de abrir, los barrotes imposibles de quebrar: estamos encerrados y sentimos asfixia y agotamiento porque siempre parece haber un obstáculo más y lo único que queremos es que todo acabe ya, y esto, pese a que pueda entenderse como fallo de diseño acaba contribuyendo a una sensación generalizada de agotamiento resignado, que es el más importante objetivo del título. Hay una presencia anecdótica de puzles distintos, como el del control de la intensidad de corriente de la farola, el archivador que recopila periódicos antiguos o la foto que tendremos que sacar rápido, antes de que se vuelva a desconectar automáticamente la luz que hemos conectado. Así mismo destaca una fuerte personalización en las descripciones que aparecen cuando intentamos combinar objetos: constituyendo la principal mecánica de una aventura gráfica se vuelve tedioso recibir un «No es posible» por respuesta; en cambio leemos descripciones personalizadas, algunas inesperadas dada la poca idoneidad combinativa de los objetos: si combinamos el ácido con el muro de la vergüenza se nos dirá que «nada puede borrar las manchas de sangre», si combinamos un cable eléctrico con unos peces muertos que «mejor no hacer una brocheta», si combinamos la palanca con la mesa de póker nos imaginaremos «un final espectacular de la partida», si combinamos la cámara fotográfica con el espejo Michael nos dirá que nunca creyó en la «tontería de hacerse fotos a uno mismo». Ese laborioso detallismo aparece cuando queremos usar el geolocalizador en interiores: no podemos porque hay baja señal. Algunos puzles sí parecen forzados, como ese sermón religioso que sólo podremos detener empujando una columna y rompiendo una vidriera. Decía Hitchcock que «si lo analizamos todo en términos de plausibilidad o credibilidad no hay guion de ficción que resista la prueba» pero aún así no podemos dejar de pensar que podríamos interrumpir al cura sin cargarnos su edificio sagrado. O por ejemplo que no podamos coger ese quinqué para iluminar una zona oscura porque no queremos que la habitación en la que está se quede a oscuras: la humanidad se ha ido a hacer puñetas y nos importa que una habitación se quede a oscuras un rato. También encontramos alguna duda en algún planteamiento posterior: que unos niños acepten “traicionar” a su madre distrayéndola para que un desconocido husmee en su propia casa a cambio de unas latas vacías a las que apedrear es mucho imaginar, y más siendo conscientes de que en el campo de concentración abundan los traidores.

Ciertas decisiones de diseño están bien planteadas. Fictiorama Studios apuesta por un mundo abierto —citan la ambición de Monkey Island II y sus tres islas simultáneas como ejemplo. Los hermanos Oliván le dedicaron en su día mucho tiempo, muchos meses a la obra de LucasArts— pero llegado cierto momento el abanico de posibilidades debe cerrarse para no espantar al jugador. Es por ello que algunos personajes —los vagabundos, la mujer del cura, los tres tipos que nos encontramos al llegar a la ciudad— desaparecen. En el lugar en el que antes estuviera un vagabundo veremos un agujero de bala. Con ese simple detalle podemos imaginarnos un destino funesto que contribuye a la narrativa y a la vez eliminamos opciones interactivas para acotar la experiencia. Una decisión de diseño destaca: en cierto escenario guardan vigilancia dos tipos. Tienen la misión de impedirnos entrar a un local. Logramos acceder al local desde una puerta cercana, y al salir por la puerta vigilada, claro, el sentido de la vigilancia de los guardias se pierde porque ya hemos conseguido entrar. ¿Cómo se resuelve esto? Pues se resuelve con narrativa: Michael había estado provocando a uno de los guardias anteriormente. La conversación se retoma y el guardia acaba pegándole una paliza para irse después. En una misma situación nos quitamos a los guardias de encima —lo cual permite acceder al local inicial sin problemas—, los guardias se van —eliminando posibilidades de interacción— y además nos dejarán un objeto fundamental y deseado. Otro enfado, esta vez con El Cazador, provoca el bloqueo del escenario del bar.

* * *

Se mencionaba al comienzo del texto la influencia de La carretera pero hablar de Dead Synchronicity obliga a pasar por dos referencias más: el concepto de sincronicidad, de David Peat, y la película La Jetée de Chris Marker.

La obra de David Peat comienza preguntándose por la naturaleza cuántica del alma:

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La mecánica cuántica plantea una física distinta a la clásica, a la newtoniana; en la naturaleza cuántica un elemento puede estar situado en dos sitios a la vez. Los experimentos cuánticos han conseguido teletransportar un electrón. Se fantasea con una computación cuántica que no se base en ceros y unos, sino en una multitud de estados. Los mejores sistemas de encriptación actuales caerían en segundos bajo ese tipo de computación. Ese camino conduce a la reflexión: si se ha conseguido transportar un electrón, ¿es posible teletransportar a un ser humano?

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El reloj mundial de Wolfgang Pauli ilustrado. La obsesión del físico por las simetrías temporales.

Un electrón es molecularmente mucho más simple que un ser humano, pero, ¿podríamos telegrafiar a un ser humano de tal manera que sus recuerdos, sus emociones, pudieran ser situadas como variables? Por tanto, ¿podemos fantasear con una naturaleza cuántica que permita sincronizar mente y materia? La sincronicidad que se produce en un universo aparentemente mecanicista. El concepto de sincronicidad no es de David, que sólo lo actualiza, sino de Carl Jung y Wolfgang Pauli. Psicólogo el primero, físico el segundo, unieron sus conocimientos. La búsqueda de una cierta simetría universal conduce a Wolfgang, que sin embargo ve cómo su vida va deteriorándose al dejarse dominar por el subconsciente. Wolfgang sueña con el concepto de reloj mundial.

Las sincronicidades han abierto una ventana hacia una fuente creadora de un potencial infinito, la fuente del universo mismo. Han demostrado que la mente y la materia no son aspectos separados distintos de la naturaleza, sino que surgen en un orden más profundo de la realidad. Las sincronicidades sugieren que podemos renovar nuestro contacto con esa fuente creadora e incondicional que es el origen, no sólo de nosotros mismos, sino de toda realidad. A través de la muerte del yo y de sus respuestas mecánicas a la naturaleza, se hace posible entablar una transformación activa y ganar acceso a campos ilimitados de energía. De este modo, el cuerpo y la conciencia, el individuo y la sociedad, la mente y la materia pueden llegar a alcanzar su potencial ilimitado.

Las sincronicidades, por lo tanto, han servido como punto de partida en un viaje que nos ha llevado hasta los límites de la imaginación humana. Una vez que nos damos cuenta de que nuestra conciencia es ilimitada, entonces se hace posible para nosotros realizar una transformación creadora de nuestras propias vidas y de la sociedad en la que vivimos. Desde esta perspectiva, ya no necesitaremos conchas de tortuga ni tallos de milenrama, pues habremos aprendido a vivir con la sabiduría y comprensión que han estado presentes en nosotros desde los albores de la humanidad.

Sincronicidad: puente entre mente y materia – F. David Peat.

La mención a David Peat no se encuentra en todas las entrevistas que le hacen a los desarrolladores de Dead Synchronicity: quedando una parte del juego por publicar leer a David Peat da pista de por dónde pueden ir los tiros. ¿Acaso puede una persona estar en dos sitios a la vez? ¿Acaso podrían separarse y luego sincronizarse de nuevo? ¿Pueden coexistir dos seres en un mismo tiempo como en las Crónicas Marcianas de Bradbury?

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Alberto Oliván, guionista de Dead Synchronicity, reconoce la fuerte influencia de La Jetée (Chris Marker, 1962), que es a su vez influencia de 12 monos de Terry Gilliam; el final de ambas producciones tiene lugar en un aeropuerto.

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Más que película la obra es una fotonovela al consistir en una serie de imágenes estáticas cuya narración desgaja un monólogo mediante voz. París queda destruida tras la Tercera Guerra Mundial. Tanto la estética en blanco y negro como la brevedad de la fotonovela —media hora de duración— sintetizan la experiencia del horror postapocalíptico tan presente en Dead Synchronicity. En «Unos se creyeron vencedores, otros acabaron prisioneros» vemos el campo de concentración del juego. En los experimentos médicos recordamos tanto el centro médico de Dead Synchronicity como la experimentación nazi de Nimdok en I Have No Mouth, And I Must Scream. Se habla de un agujero en el tiempo —la abertura que se abre en el cielo en el juego— por el que pueden viajar mercancías y personas. Se usa a un preso como emisario temporal. Este preso acaba teniendo revelaciones —los susurros de la fotonovela son las experiencias psicodélicas de Michael en los escenarios, la interacción con un yo distinto— del pasado. Contacta con una mujer. En La Jetée se reúnen como si no hubiera mañana (no lo hay), felices, confiados, sin proyectos ni responsabilidades. Un encuentro idílico como el de Origen de Christopher Nolan en el que no hay memoria.

La demolición de la fe.

La demolición de la fe.

Tras el horror post-apocalíptico, la terrible experimentación médica.

Tras el horror post-apocalíptico, la terrible experimentación médica.

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Dead Synchronicy apuesta por jugar con los escenarios temporales —sólo al final nos daremos cuenta, en el puzle del generador eléctrico, de la fascinante ramificación de posibilidades que puede venir en siguientes partes del título— y puede percibirse la influencia de la literatura de ciencia ficción —a la que se homenajea en la biblioteca cuando Michael comenta que las obras de Bradbury, Wells, Orwells o Philip K. Dick se han pasado al género de Actualidad—, arroja al jugador un pasado que no volverá pero que puede volver: al abrir la puerta del coche del principio del juego Michael dirá que «el tiempo se ha detenido dentro».

No deseamos otra cosa que volver a ser lo que fuimos —y es por eso que nos rompe lo que pudo ser, como en esa escena de Up que se busca aquí de forma resumida a través de cinco viñetas avisando de un demonio alcoholizado— pero sabiendo lo que ahora sabemos, que es el drama que subraya la obra: la temporalidad es lineal. Que seamos capaces de aprovechar una segunda oportunidad no siempre depende de nosotros. Sí podemos alegrarnos de que en este caso, y como sugiere el final de la aventura, los guionistas parezcan estar dispuestos a dárnosla. Nos toca coger las llaves del vehículo sensorial y conducir por las autopistas subterráneas del subconsciente en busca del amor; el soy a cambio del fui que pudo ser.

El amor. Cuando los hombres del futuro le preguntan al protagonista de La Jetée si quiere viajar al futuro con ellos éste dice que no, que quiere viajar al pasado para conocer a la mujer que amó; la mujer despertando, moviendo los ojos, protagoniza los escasos segundos de la película en los que hay movimiento y no un fotograma. Los únicos segundos en los que el espectador es testigo fiel del paso del tiempo.

¿Qué harías si yo muriera?
Si tú murieras yo también querría morirme.
¿Para poder estar conmigo?
Sí. Para poder estar contigo.
Vale.

La carretera – Cormac McCarthy.

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