Hay decisiones en la vida que se toman en un susurro, pero que pesan toneladas. La de poner fin a mi matrimonio fue una de ellas. Una vez pronunciadas las palabras, una vez aceptado que no había vuelta atrás, me enfrenté a un abismo práctico y emocional. El bullicio de las calles del centro de Vigo, que siempre me había reconfortado, de repente me parecía ajeno, como si la ciudad siguiera su ritmo mientras mi mundo se había detenido. Y en medio de esa parálisis, la pregunta más urgente era: ¿y ahora qué?
El primer paso, el más intimidante, era buscar ayuda profesional. La idea de contarle mi vida a un extraño era desalentadora, pero la necesidad de proteger a mis hijos y de asegurar un proceso justo y civilizado era mucho mayor. Empecé mi búsqueda en internet, tecleando con torpeza «abogados de familia en Vigo» y «Despacho de abogados en Vigo«. Cada clic se sentía como un paso definitivo e irreversible. Leí páginas web, busqué opiniones, pero sobre todo, buscaba una sensación, una señal de profesionalidad y empatía. No quería un «tiburón», quería un guía.
Finalmente, tras mucho dudar, llamé a un despacho que parecía especializado en Derecho de Familia. Concertar la primera cita fue un alivio y un nudo en el estómago al mismo tiempo. Al entrar en la oficina, un espacio sereno y discreto, me recibió quien sería mi abogada. No hubo falsas promesas ni dramatismos. Lo que encontré fue una escucha atenta y una calma que necesitaba desesperadamente.
Durante esa primera hora, el caos de mi mente empezó a ordenarse. Escuché por primera vez términos como «convenio regulador», «custodia compartida» y «liquidación de gananciales». Lejos de asustarme, la abogada me los explicó con una claridad pasmosa, dibujando un mapa de lo que estaba por venir. Me habló de la importancia de intentar un mutuo acuerdo, especialmente por el bienestar de los niños, y me explicó los pasos a seguir.
Salí de aquel despacho con la misma tristeza con la que había entrado, pero sin el peso de la incertidumbre. El futuro seguía siendo doloroso, pero ya no era un abismo desconocido. Tenía un plan, una hoja de ruta. Había contratado a una profesional para que me guiara a través de la tormenta legal, permitiéndome a mí centrarme en lo verdaderamente importante: sanar y cuidar de mi familia. Fue, sin duda, el paso más difícil, pero también el primer paso hacia la reconstrucción.
