Me contaba mi padre que antaño, cuando las únicas voces que se escuchaban en las calles eran las del piconero que transitaba por el pueblo con las “bestias” cargadas de sacos y las de los “civiles” aporreando las puertas, que disentir era excesivamente caro y complicado. Para hacerlo era necesario rodearse de un círculo íntimo y reducido, y eso en un pueblo era prácticamente imposible. Así pues, la política, más allá de los comentarios sobre la miseria y las cartillas de racionamiento, no era más que un tema vetado socialmente, del que sólo se podía hablar en casa. Las más de las veces una discusión acalorada llevaba a la misma conclusión: “no podemos hacer nada, ellos son los que ordenan y nosotros los que obedecemos”.
Aquella máxima trasladada al extremo significaba mucho más, porque de forma paralela, “los elegidos” o también llamados “los de arriba” eran los que afirmaban tajantemente. Hacían y deshacían a su antojo. Nadie les reprochaba, ni les respondía, ni les cuestionaba sus argumentos. La profesión de la política no era más que un paseo en el que, a cada zancada, una alfombra se extendía ante sus pies, y, a cada lado, mullidos sillones esperaban su acomodo. Ni que decir tiene que el buen periodismo, o estaba herido de muerte o expulsaba sus últimos estertores de forma clandestina entre líneas.
De este modo, unos afirmaban y ordenaban, y otros, simplemente, obedecían y no disentían. Quizás por este motivo hoy que disentir no está perseguido aborrezco a los que llenan su boca con sentencias contundentes y, para ellos, irrebatibles. Y me sigo escandalizando cada día cuando les escucho hablar de tolerancia y democracia mientras sientan cátedra sobre un tema. Son los que acechan tras de una conversación a que “de forma espontánea” salga algún tema apropiado para intervenir y demostrarles a los demás que ellos tienen la razón. Son los que, con argumentos estériles o con la simple demagogia, buscan la complicidad del que asiste a su espectáculo de ventriloquia en el que ellos son los muñecos de trapo. Son los que entienden y comparten la disciplina de partido, los que no saben pensar por sí mismos, los que antes de opinar deben preguntar “a los suyos” qué tiene que decir para no desentonar.
Me asusta escuchar la seguridad de algunos al exponer sus ideas enfundadas en las siglas de un partido, porque ese caparazón demuestra su incompetencia real en esas lides. Porque con ello manifiesta que acaba de sacar del congelador el argumento sin airearlo, sin acomodarlo a la temperatura ambiente, sin revisarlo previamente, sin cuestionarlo personalmente. Y todo ello me recuerda incesantemente a otra época ya enterrada. Lo sé: mi imaginación me sigue jugando malas pasadas. Pero yo no lo puedo remediar.
Todo esto me ha hecho pensar en algo que defiendo desde hace algún tiempo y es en la regeneración política que necesita España. Existen demasiados anclajes con el pasado más remoto y con el más reciente, también. Como ciudadanos deberíamos poder exigir a nuestros políticos una revisión de esas empolvadas bases que no permiten a sus miembros disentir públicamente, una refundación de sus principios democráticos para llenar de aire fresco el ambiente. O por lo menos, deberíamos poder sugerírselo sin que les parezca algo ridículo y propio del que no entiende de política.
Sólo construyendo un nuevo sistema de partidos y reformando la ley electoral la opinión pública volverá a creer en ellos, volverá a confiar en los poderes públicos como el garante de su bienestar, ese que ahora se encuentra al borde del abismo.
Fuente: Lara Gómez, www.atalayadelsur.wordpress.com