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El peligro de los aprietatornillos
Publicado el 26 octubre 2014 por Elisa Mª Campos Aguilar @ISIDRA365Martillo en mano, pañuelo en la cabeza, mal atado por supuesto. Sierra rescatada del trastero y un berbiquí como arma de destrucción masiva. Camiseta rota y pantalones a juego. Parezco una psicópata de película. Me dispongo a destruir muebles, rajar cortinas hasta dejarlas inservibles, irreconocibles. Me ha invadido el espíritu del aprietatornillos, con su mono vaquero y sus diseños imposibles. Un sótano de los horrores, al que no bajaría ni muerta, lo convierte en veinte minutos en un palacio de cristal con luz y todo, la cual no sé de donde sale porque las ventanas son diminutas. Sabe coordinar a la perfección colores, texturas y materiales, la mayoría reciclados, a los que en un santiamén le da un lavado de cara. Con el brillo y color adecuado es suficiente. Con el superprograma de ordenador, ese no lo tengo yo, en cambio sí una imaginación desbordante, diseña cada espacio a medida de los clientes de turno, que lo observan todo con la boca abierta y desbordados por un final apoteósico, sobretodo al saber que lo harán ellos mismos. Es en ese momento cuando mis ojos se quedan sin pestañear durante tanto tiempo que las lágrimas empiezan a asomar, la boca abierta casi a punto de baba. Ya lo veo con claridad. No necesito decorador, ni muebles caros, ni telas de seda adornando las ventanas. Sólo preciso un par de herramientas, una meta, mucha voluntad y, claro está, mucha fuerza. Me emociono con tan sólo pensarlo. Y es que es muy fuerte que estos programas te abran los ojos, enseñándote el camino de la decoración en mayúsculas. Ya puedo tener un piso de revista, aunque sea minúsculo y los años le hayan jugado malas pasadas. Así que bajo decidida a un trastero, en el que no entro desde hace meses, donde los trastos, nunca mejor dicho, se acumulan sin orden. Allí, debajo de la bolsa llena de zapatos que no me atrevo a tirar pero tampoco a poner, encuentro una vieja caja de herramientas. Y como si de un tesoro se tratara, le quito el polvo con suavidad para examinar posteriormente su contenido. Tornillos, tuercas, casquillos y metales de todas las clases que no sé para que sirven pero que ya averiguaré. Y después de la primera capa que ya he ordenado, lo más valioso: martillo, sierra y berbiquí.Ya está, ya lo tengo todo y estoy preparada para cambiar. Así termino, como debe ser después de haber visualizado diez veces el mismo programa para no perder detalle, con el salón cubierto de plástico y varios muebles hechos trizas. He comprado dos latas de pintura y ahora tengo mezclar, aplicar, dejar secar y, por último, colocar. No tengo el dichoso ordenador con proyecciones en 3D como ellos; pero a cambio, he colgado mi bonito diseño hecho con rotulador en la pared principal, donde pueda verlo bien.
He decidido pintar marrón chocolate una de las paredes, ahora se lleva mucho, y el resto ya veré, crema, blanco puede. El sofá, no me gusta nada su tapicería, así que decido cambiarla. Gracias a Dios que tengo una grapadora. Y me esmero en dar forma a la tela que he comprado en rebajas y que es casi igualita a la de mi programa favorito. Por fin vuelvo a colgar las estanterías, poner el sofá en su sitio, atornillar y colocar los nuevos cuadros. Son de mercadillo, pero no se nota. Todo ello aderezado con el mix de música alegre y positiva buscada en You Tube. El aprobado final viene cuando mi marido entra por la puerta. Debe ser una sorpresa y vaya que lo es. Después de doce horas de trabajo cree que se ha equivocado y que, por error, se ha metido en la casa de mi vecina jubilada.No da crédito —me dice casi exultante—, que si he pintado una pared de color mierda, yo le digo que es marrón chocolate, pero nada, él insiste en la mierda. Que si el sofá parece tapizado con retales de colchas, yo aclaro que es étnico y patchwork. Que de dónde he sacado esos cuadros que parecen pintados por niños. Que poco entiende, le respondo que es arte contemporáneo. Es frustrante, me duelen todos los músculos de mi cuerpo, incluso los que no sabía que existían. Tengo el pelo salpicado de pintura imposible de quitar y sé que me lo tendré que cortar. He manchado los marcos de las puertas; no soy demasiado detallista y quería terminar rápido. Después, estaba tan cansada que lo he dejado, esperando que no se notara, pero sí que lo hace, sobretodo desde la puerta principal, que tiene una panorámica espectacular. Desde ella se divisa toda mi obra. En seguida entra la vecina, la jubilada de 85 años a la que hago compra semanal, y se emociona ante el cambio. Es igualita que la que tenía hace cuarenta años —me dice—, ¿cuarenta años? ya no puedo más y me derrumbo sobre el sillón étnico o yo que sé, porque la noche se ha echado y con las luces de las bombillas no me parece todo tan bonito. La pared es demasiado oscura para un salón tan pequeño. El tapizado es chillón, seguro que no me podré relajar en él. Y el mueble que he despedazado como si el espíritu de un poseso me hubiera invadido, luce en color ocre, formando un diseño imposible de determinar. Y eso que hice bien los deberes y medí, calculé, estimé. El aprietatornillos me mira parpadeando desde el televisor. Lleva cinco horas congelado, su sola visión me animaba a seguir. ¿Qué he hecho? mi casa no es una mansión canadiense con porche. Es un pequeño piso del extrarradio. Entonces lloro de impotencia, porque quiero volver a mis paredes blancas, a los visillos transparentes, a las fotos de familia en sus marcos negros. Y, sobretodo, a mi sofá grande, de tela ocre, lavable y repelente. Mi gata ya se ha subido en él y hay pelos por todas partes, que en la nueva tapicería se me hacen imposible de quitar, porque se agarran a ella como si fueran anzuelos. Entonces, fruto de un decaimiento en el que no me reconozco, comienzo a chillar. ¿Por qué, por qué habré visto este programa? Y me doy cuenta de que llevo dos meses, viendo en la sobremesa después de comer, a estos hombres que, desde su bonita oficina, te llenan el cerebro de pajaritos para que termines creyendo que eres capaz de todo, una macgyver del diseño.Menos mal que mañana vendrá un pintor y que mi tío, bastante apañado él, volverá a retapizarme el sofá. Respecto a los cuadros, ha sido fácil, se los he regalado a mi vecina. Desde entonces me trae flan y pudding todas las semanas. El mueble ha sido complicado, así que lo hemos conservado. Pero que conste que ha sido lo único.Ahora, en vez de ver programas de decoración, me dedico a escribir, con mi gata observándome desde el pedestal que le he construido con cajas recicladas. Si, ya sé, pero se trata de decoración de un espacio diminuto y a ella le da igual con tal de que sea blandita y cómoda.
FIN.