Bajo una pertinaz lluvia nocturna, un físico teórico deambula por las calles, acosado por problemas personales y sociohistóricos del momento. Esquiva uno, dos, tres coches que le acechan tanto como sus problemas. Es ese instantes contempla con estupor los baches de la calle, en donde los coches caen levantando gotas de agua que se suman a las gotas descendentes de la lluvia. Frente a esa imagen, Einstein comprende la imposibilidad de continuar pensando el espacio en un sentido lineal, como manto pasivo y de fondo que contiene toda la trama cósmica. Por el contrario, el espacio tiene un particular protagonismo, la fuerza gravitacional no solo afecta a los cuerpos celestes, sino también al espacio mismo. Es decir, el espacio – tiempo se curvan como efecto de la fuerza gravitatoria de las grandes masas (planetas y estrellas).
Con esta nueva concepción, Einstein no solo podía predecir con precisión la órbita de Mercurio, que la teoría newtoniana no pudo, sino que daba un salto cualitativo gigantesco en cuanto al entendimiento de la mecánica del universo. Pero, ¿qué relación tienen los baches de las calles con una nueva comprensión del espacio – tiempo? Esos baches representan para Einstein las curvas de una superficie plana (la calle), o sea, las abolladuras universales por efecto de la gravedad.
Aunque esta escena de los baches de la calle presentada por Philip Martin y Peter Moffat[1] no se corresponde con las circunstancias reales en las cuales Einstein comprendió el fenómeno espacio-temporal, está inspirada en una célebre metáfora con la que se ejemplificó e ilustró la imagen de un espacio curvo, desde los mismos albores de la Teoría General de la Relatividad. Pero más allá de describir con el sensacionalismo propio del lenguaje cinematográfico el momento clave del eureka que semejante hallazgo científico debe tener, según la expectativas de la mayoría de nosotros, lo que Martin y Moffat plantean es la ruta por la que una mente se hace “una mente brillante”. ¿Cómo se logra eso? Seguramente, los creadores del film “Einstein y Eddington” no se plantearon semejante empresa cuando pensaron en esa escena, pero si puedo asegurar que se guiaron por una intuición de la actitud común que persiste en todos estos genios ¿cuál es esa actitud? La capacidad de mirar el mundo integralmente.
Esta capacidad de integrar las partes del mundo (tanto las partes perceptibles como las imperceptibles) se desarrolla por diferentes rutas; pero sospechamos que la de las artes, es la ruta más directa y efectiva, pues reconcilia razón y pasión en una sola actitud (mirada). Esta capacidad integradora se manifiesta, en quienes la van desarrollando, como una aparente desatención o desconcentración, ya que por momentos, el científico sale de su parcela específica de conocimiento (su disciplina) para explorar otras corrientes de pensamiento que le dan insumos, energía, vitalidad e imaginación; condiciones estas necesarias para volver con ímpetu a su rutina experimental. Por ejemplo, todos estamos de acuerdo hoy que Da Vinci es una de esas mentes prodigiosas de la humanidad que cabalgó entre las artes y las ciencias exactas de su época; pues bien, siempre he pensado que de haber tenido Da Vinci un tutor, de estos metodólogos de investigación de nuestros tiempos, le hubieran aplazado sin misericordia. Las razones para aplazarle hubieran sobrado, dispersión en temas de investigación; imprecisión en objetivos de estudio; indefinición del área o disciplina de estudio… ¡qué se yo cuántas razones puedan usar los metodólogos para limitar al genio!
Volvamos a la imagen de los baches en la calle que nos sugirieron Martin y Moffat. Esa creatividad de ver en el suelo el comportamiento del universo fue planteada en la creación literaria mucho antes de Einstein y sus teorías, y por supuesto mucho antes del film. Nos referimos al cuento “Un desconocido” del rumano Georg Calinescu escrito en el siglo XIX. Aunque la idea central de la obra es una sátira sobre ciertas prácticas políticas, uno de sus personajes, Adam Celareanu, contempla la carretera como respuesta al movimiento brusco del coche, he aquí la descripción de lo que observa:
«El Gran pantano estaba formado por una infinidad de pequeños charcos circulares alrededor de los que crecían hierbas, que parecían juncos. Reflejada en esos innumerables lagos redondos, la luna se multiplicaba milagrosamente en decenas de planetas» (Calinescu, 21).
Ver en pequeños charcos planetas de alguna constelación lejana a partir del reflejo multiplicado de la luna obedece precisamente a una capacidad de integración que las artes (incluyendo la música, la literatura, la pintura, la escultura, la fotografía, las producciones audiovisuales, y un largo etcétera) practican cotidianamente. No estamos sugiriendo que Einstein leyera a Calinescu, ni siquiera que le leyeran los creadores del film biográfico, estamos planteando cómo las artes pueden entrenar al cerebro del científico en una forma de proceder que los artistas practican cotidianamente. Es nuestra presunción que la aplicación de esta forma de pensamiento provoca verdaderos hallazgos o avances significativos en las disciplinas donde se desempeñan.
No negamos el valor de los pequeños avances que los estudios sucesivos van generando en una línea de desarrollo de determinada disciplina científica, lo que sugerimos es la incorporación de la forma zigzagueante del pensamiento artístico en la linealidad rigurosa con se dirige el pensamiento científico. Tal vez entonces, podamos vislumbrar aceleradas revoluciones científicas que todos comprendamos y “disfrutemos”.
Otros ejemplos del pensamiento estético en las ciencias exactas y una propuesta de talleres para generar esta transferencia, la compartiremos en próximas entregas. No dejes de seguir mi cuenta.
[1] Director y guionista, respectivamente, del film televisivo de origen británico “Einstein y Eddington” (2008). Recomiendo que la vean.