Cuando nació el pequeño caballero, nadie se dio cuenta de que aquel chiquillo era distinto. Los familiares siempre creen que su bebé es especial, sin embargo, en este caso, era cierto. El recién nacido compartía linaje con los grandes caballeros de la historia, desde el Cid a Don Quijote. Al igual que sus antecesores, el niño tenía una visión diferente del mundo, era capaz de ver la esencia real de las cosas, su verdadero aspecto, que poco tiene en común con el que suelen mostrar al resto. Hace mucho tiempo, el encantador Festón quiso engañar a los hombres para dominarlos sin que estos sospechasen nada. Encantó gigantes para que pareciesen en molinos, sus huestes mágicas las asemejó a inocentes rebaños de borregos, ocultó a poderosos magos en las profundidades de la tierra, en cuevas en los que el tiempo se convertía en sueños, simuló que los prodigiosos caballos voladores no eran otra cosa que ingenios de madera. Solo la raza de los caballeros era capaz de reconocer su mano en los objetos cotidianos.
La cuna, con sus barrotes, era una prisión. Había que escapar de ella para vivir aventuras. Ningún caballero que se precie acepta el encierro cuando puede salir a enfrentarse al peligro. La cama, al crecer, no era mucho mejor. ¿Dormir? ¡Menuda idea! Su deber es velar las armas, cuidar que no les sucediese nada; el descanso es para los escuderos.
El babero no era tal, sino un escudo que le protegía de ataques inimaginables. ¿Qué era aquello que se acercaba camuflado en una cuchara? ¡Un barco! Luego venía un avión así que seguramente lo primero que se había tragado era nada menos que un portaaviones. Más le valía abrir la boca para terminar con todas las naves que transportaba. ¡Menuda batalla! Menos mal que pronto aprendió a manejar los vehículos que trataban de invadir la mesa. Gracias a eso podía comer tranquilo.
Las plantas del rincón eran un pedazo de la selva. Había que adentrarse en la espesura para luchar contra los animales salvajes que se escondían en ellas. Era inevitable que, en ocasiones, hubiese daños. No importaba, un caballero que se precie siempre dispone de una caja de herramientas para hacer reparaciones (aunque los libros de caballería no mencionan esa tarea más que de pasada, la única referencia al tema es la del mantenimiento de la armadura).
En el castillo también estaban papá y mamá; el caballero era aún demasiado pequeño para salir solo al mundo a emprender sus propias gestas. Papá era su maestro, el que se encargaba de enseñarle y entrenarle para cuando llegase la hora de sus hazañas, incluso ejercía de montura para que practicase el arte de la equitación. No hace falta explicar que la bici era, en realidad, un magnífico caballo, solo comparable a Babieca.
Mamá era la reina, la encargada de enviar a los caballeros, tanto grandes como chicos, a sus misiones. Claro que la reina no conocía los peligros que acechaban en la guardería. Allí debía enfrentarse a una de las peores hechiceras que ningún caballero haya conocido jamás, digna heredera de la mismísima Morgana. ¡Menuda víbora! No debía permitir que llevase a cabo sus encantamientos, aunque unas cuantas víctimas ya habían caído en sus garras sin que él pudiera salvarlas. Ambos disputaban una lucha feroz que, de momento, mantenía a la bruja a raya.
La única que conocía su secreto era su hermana. Cuando le veía se le iluminaba la cara, seguía cada paso que daba. Para ella no era solo un pequeño caballero, sino un verdadero héroe.