Menudo final de milenio tuvo el Mr. Hincker, alias Blutch. Impregnado de un ímpetu creador incombustible, en apenas unos años fue capaz de producir obras tan distintas e interesantes como Peplum, Mitchum, Blotch o Rancho Bravo, donde soltaba las evidentes amarras de Forest o Boucq que todavía se veían en Mademoiselle Sunnymoon para desarrollar una actividad inagotable de exploración de nuevas formas de expresión dentro de la historieta. Con la guía consciente o inconsciente del trabajo de Baudoin, Blutch demostraba saber dotar al trazo de una energía orgánica y vitalista, trasladando de la palabra a la línea la expresividad de sus personajes. Una avalancha de trabajos que tenía un pequeño y extraño oasis: las historietas que publicaba en Lapin de El pequeño Christian. Una serie de obvias referencias al clásico de Sempé y Goscinny, Le Petit Nicolas, pero que para Blutch es un instrumento de exploración de la nostalgia del adulto. Que nadie se confunda, no estamos ante una nueva incursión en la nostalgia de la infancia o en el lastimero llanto de la pérdida de la niñez, sino ante una exploración consciente del mecanismo de la creación de los mitos, de los intrincados pero aleatorios procesos que durante la infancia dan lugar a eso que Proust luego ejemplificaría con una magdalena pero que en el siglo XX tiene forma de cultura de masas. La primera recopilación de Le petit Christian, publicada a finales de los 90, es uno de los mejores retratos de los mitos de la generación del baby boom y, a través de ellos, de la propia personalidad de aquellos que vivimos ese extraño pero delicioso mejunje de televisión en blanco y negro, cómics y cine. Aún con las diferencias sociales y geográficas entre Francia y España, no será difícil para aquellos que ya empezamos a tener problemas de presbicia vernos reflejados en ese pequeño Christian amante de los vaqueros y los tebeos.
Diez años después, Blutch retomó el personaje del Pequeño Christian en un segundo volumen profundamente distinto al primero, con un Christian que comienza ya la educación secundaria. Un momento que es elegido por Blutch como el del cambio, el del inicio de ese proceso que transforma la imaginación desbordante de la infancia en la percepción de la realidad del adolescente. Y, por supuesto, el detonante definitivo: el amor. Las nuevas historias de Christian tendrán una sutil deriva: poco a poco, los personajes de ficción que habitan esa fantasía sin límites irán dejando lugar a personajes reales: a Steve McQueen o Marlon Brando y, sobre todo, a la novedosa e incontenible idolatría del sexo femenino, a la idealización del amor. Y Blutch consigue trasladar a la perfección la peculiar transición entre infancia y madurez en los tiempos de la cultura de masas, donde el niño afronta el paso con el bagaje extra de la televisión y el cine, en un maremágnum en el que las ficciones y las realidades se confunden para un rito que ha perdido su carácter de iniciático para reconvertirse en imitación de los nuevos mitos catódicos.
No sé si será por la coincidencia generacional, pero creo que Le petit Christian es la mejor obra de Blutch -y eso es decir mucho, oigan-, en la que plasma con mayor acierto tanto la camaleónica capacidad gráfica de otros trabajos como la fina ironía y sarcasmo aprendido en Fluide Glacial. Recomendabilísima (sobre todo para cuarentones y cuarentonas…:) )
Norma acaba de publicar la obra recopilando los dos volúmenes en edición integral. En su web se puede ver un avance de la misma. (4)