L a muerte de Franco acarrea el afloramiento exponencial de aguerridos opositores al franquismo. Así emerge el 'relato' -como dicen ahora- de un inmenso ejército frentepopulista que socava el sector agropecuario, carcome la industria y sabotea la construcción. Enfervorizadas masas obreras copan las calles y millones de presos políticos se amotinan, inmunes a las porras del funcionariado.
Mentira. La nómina de presos políticos cántabros en las postrimerías del franquismo se reduce a los 2 hermanos López Coterillo. Toda la pamema de resistencia popular, solidaridad obrera, ardor clandestino y vindicación democrática, es eso: 'relato' y pamema. Claro que había comunistas obcecados, sindicalistas coriáceos, anarquistas incombustibles, pero constituían una exigua fracción del censo que ratificaba por goleada los referéndums de Franco.
¿Cuál era la mentalidad predominante en 'el pueblo'? ¿Era el miedo, la prudencia, acaso el ande yo caliente y ríase el prójimo? ¿Un terror paralizante, un beneplácito a regañadientes, un conformar liviano, o un fervoroso apoyo al timonel que elegía el rumbo? ¿Una oposición sin cuartel, o trabajar en agradecido silencio para tener, por fin, el Seat 600?
Ni Dios sabría responder con exactitud. Mejor dicho: ninguna versión se debe creer sin reparos. Así se verificó el prodigio de que, allí donde hubo un cobarde soplón de la Brigada Político-Social, se forjase un ministro socialista. La falsamoria sepulta lo vergonzoso e infla lo soñado, y alienta que el primogénito de un gobernador civil -nada menos- se invente un psicodrama de hambruna doméstica y palizas en calabozos kafkianos. ¡A otro murciélago con esa sopa! La muy inmensa mayoría del 'pueblo' estaba tan a gustito en aquella paz, sosiego y progreso. Todos mudos, apacentados, ignorantes, negruzcos, obedeciendo al sereno y chivándose a la superioridad.
Pero en una minoría (cada vez menos enana y silenciosa) latía una aspiración de libertad que prefiguraba un futuro desbocado. Prensa libre, debates públicos, teatros abiertos a los vientos del extranjero, libros sin censura, existencialismo y psicodelia, pedagogía moderna. Escuelas y universidades limpias de moho medieval, elecciones abiertas, leyes democráticas, cine de arte y ensayo. ¡Impuestos europeos! Una minoría ya se desgañitaba por la libertad, ¡la libertad, coño!, abriéndose paso entre los cortinones del machamartillo católico y el franquismo inacabable.
Pues bien, en las últimas semanas nos han transmutado los valores. (Algo así como en 'El Padrino', donde los mafiosos parecen más honorables que el FBI.) La democracia ha dado un largo rodeo para devolvernos a la casilla de salida.
Una epidemia tan banal o pavorosa como convenga, manejada primero con desmayada indiferencia y luego con rígido ordenancismo, nos ha cercenado lo que antes era libertad. Darse un garbeo, deglutir unas cervezas, sentarse en un banco de la bahía, politiquear almorzando, viajar a Croacia, zamparse una barbacoa, admirar las pinturas del Thyssen, comprar libros en la Cuesta Moyano, asistir a una ópera... todo lo que enaltece el espíritu humano, prohibido de raíz. Prohibido y multado -ahí es nada- bajo soflamas absurdas, que algún día no muy lejano nos sonarán absurdas. 'No vivas, limítate a sobrevivir'. 'Hazte el muerto para que nadie se muera'. 'Emparédate en el sótano hasta que llegue el riesgo cero'.
La libertad era crear una sociedad de adultos formados e informados, capaces de regir su vida con racionalidad. Gente con la mínima cultura y sensatez para satisfacer, en su momento y a la par, el civismo colectivo y las preferencias individuales. Gente capaz de entender y digerir la verdad, y adoptar tácticas tan diversas como sensatas. Pues no.
Resulta que hemos invertido en educación para ser zopencos. Hemos creado la prensa libre y la internet sin fronteras para ser idiotas. Hemos nombrado parlamentos y gobiernos para que nos oculten la verdad, nos engañen a mansalva y nos traten como zopencos e idiotas. Hemos buscado la libertad (lo que Franco llamaba 'libertinaje') para que nos impongan la dictablanda del 'bien común'.
Y comités de sabios discuten en su bunker mientras los ciudadanos correteamos en superficie, como hormigas beodas e incapaces de entender nada. Y un día, con el agua por el cuello, los mismos sabios se calzan la Suprema Autoridad y nos mandan al rincón de pensar, porque en el fondo somos imbéciles y necesitamos mano dura. Y una insólita unanimidad les ríe la gracia, y la plebe, antes incauta por la alfalfa pseudoinformativa que la largan a diario, se enclaustra rendida al amoroso gobierno que la salvará de la aniquilación. Y el vecino del cuarto, el zafio baldragas que era un dolor en las reuniones de la escalera, se convierte en soplón de guardia. (El nazismo era eso: crear un 'espíritu popular' y dispensar galones de confidente entre los miserables.) Y el máximo riesgo laboral lo tienen sanitarios, policías y camareros -como es lógico-, pero abogados y arquitectos ¡también quieren parar! Y cunde la especie/desánimo de que todos somos irresponsables, mientras no venga a ponernos de vuelta y media la autoridad civil y militar.