Este artículo puede que contenga algún juego de palabras, pero si alguien tiene el atrevimiento de leer de vez en cuando este blog, seguro que sabrá adivinar por dónde quiere discurrir mi reflexión de hoy.
Sólo puntualizar por adelantado que lo que conocemos familiarmente con las siglas PER (plan de empleo rural) cambió su nombre ya en 1996, y desde entonces se llama AEPSA (acuerdo económico para la protección social agraria). El mismo perro con distinto collar.
El PER es un subsidio agrario creado durante el mandato de Felipe González, y aplicado a la zonas rurales de Andalucía y Extremadura.
Los requisitos para tener derecho al cobro son, a grandes rasgos, ser jornalero o trabajador agrario sin tierras en propiedad, y justificar un número mínimo de 35 peonadas (me encanta esta palabra) trabajadas al año -pongamos que equivalgan a dos meses de trabajo de los urbanitas, sin entrar a valorar la penosidad de cada empleo-.
Cumplidos éstos el subsidio actual da derecho a cobrar 6 mensualidades, cuyo importe depende de la cuantía del salario mínimo interprofesional vigente en cada momento, 640 euros en 2009, y del número de peonadas realizadas; así, se cobra el 75% del interprofesional si se han trabajado el mínimo de 35 peonadas, y hasta el 100% si se han cotizado al menos 180 jornadas.
Actualmente son 158.458 personas –dato de junio de 2009- las beneficiarias del ‘paro agrario’, 137.092 de Andalucía y 21.456 de Extremadura. En total cada mes nos cuesta casi 70 millones de euros a las arcas de la Seguridad Social, el 2,6% del total de las prestaciones por desempleo.
Su existencia se justifica socialmente porque las faenas del campo sufren fuerte estacionalidad, concentrándose en determinados periodos y quedando largas temporadas en las que el campo no da ocupación alguna. También se arguyen razones de precariedad laboral rural de sobra conocidas, y razones históricas por no haber destinado fondos para acometer una profunda reconversión agraria del mismo calado que la del sector industrial –minería, siderurgia y metalurgia- .
No voy a caer en la tentación de comentar que con menos de 500 euros al mes es muy difícil vivir y cubrir dignamente las necesidades más esenciales, y menos aún si el perceptor tiene familia a cargo. Ése es un debate que comprende las dificultades de la propia existencia y de la jungla que guía el bonito reto que supone vivir.
Tampoco voy a hablar del innegable fraude en el cobro del subsidio. Entiendo la sabiduría aldeana -de jornaleros y empresarios- empleada para que luzcan tramposamente como trabajadas las 35 peonadas exigidas. También entiendo la connivencia de los alcaldes sensibles a esta delicada realidad, convertidos en grandes empleadores todopoderosos.
Mucho menos me voy a hacer eco de que no puedan acogerse a esta prestación los trabajadores de las mismas características que las señaladas, que vivan en municipios de Comunidades no Andaluzas o Extremeñas. Léase Murcia o Castilla la Mancha, por citar ejemplos fáciles de enfrentar.
Tampoco quiero mencionar que, en la práctica, el subsidio agrario funciona como un programa de lucha contra la pobreza, en lugar de como un programa de cobertura por desempleo, que es, a mi juicio, lo que debería ser.
Mucha gente, desconocedora de la realidad rural agraria, como yo mismo, seguro que ha osado tachar en ocasones a los jornaleros que sobreviven con el subsidio como vagos, además de acusar al partido socialista de abonar su campo electoral año tras año.
Pero antes de ponerme a criticar un sistema de subsidios permanente como el PER, en el que la racionalidad del gasto es irracional –y no por su cuantía-, en el que después de 30 años seguimos sin querer atacar el problema real del sector agrario andaluz y extremeño y que, en consecuencia, mantiene a los trabajadores agrarios apoltronados y pasando las horas muertas jugando al dominó, sin incentivos serios de reciclaje hacia sectores con mayor demanda de empleo, prefiero aguantarme las ganas y dejar velando las pinturas de guerra a la espera que algún otro tema me inspire algo más que éste.