Hace unos cuantos años, los jefes del medio informativo en el que trabajaba me enviaron a entrevistar a cierto responsable político. Hasta su despacho me condujo su jefe de prensa. Después de la pertinente espera, la secretaria nos abrió la puerta de la estancia. Parapetado tras la mesa, el personaje en cuestión saludó y preguntó al acompañante: “Pero éste, ¿es de los nuestros?”.
La anécdota ilustra, bien a las claras, la impresión que en muchas ocasiones suelen tener los políticos de los periodistas. El maridaje entre unos y otros tiende a moverse con frecuencia en arenas movedizas. Difícil resultará hallar un político que sea capaz de entender al profesional de la información. De entenderlo y de aceptar sus posiciones éticas.
Por sistema, el gobernante ha visto en el periodista a un enemigo. Y sobre todo, si a éste se le considera independiente. Por eso se ha buscado históricamente su acercamiento al poder, a través de múltiples estratagemas. Una de ellas –quizá la más efectiva–, fue crear los denominados gabinetes de prensa, cuya intención inicial debió de ser la de canalizar la información pero que, al final, se convirtieron en un férreo cancerbero entre político e informador. Tratar a diario con muchos de esos profesionales instalados en sus departamentos supone un serio hándicap nada sencillo de sortear. Da la sensación –bien es cierto que hay excepciones reseñables– de que algunos están ahí más que para facilitar el trabajo de los compañeros, para dificultarlo. Cuando un periodista abandona una trinchera –la del periodismo puro y duro– para instalarse en otra –la del aparato gubernamental–, traiciona los principios más elementales de la profesión. Y quizá su fundamento mismo: contar a los ciudadanos lo que realmente pasa y no lo que otros quieren que crean que está pasando.
Una de las máximas de George Orwell era que la libertad de expresión consistía en decir lo que la gente no quería oír. Los periodistas que dan el salto a la política –que siempre los hubo– suelen padecer una especie de síndrome de Estocolmo. Recuerdo lo que me dijo una vez un conductor del parque móvil ministerial con varias décadas de trabajo al volante: “Yo no sé qué tiene el asiento de atrás que, una vez que se posan en él, les cuesta horrores abandonarlo”. Algo así ocurre en este caso: se está mejor al abrigo del poder que a la intemperie por resultar crítico y molesto.
La utilización del periodista por parte del político es una práctica que se pierde en la historia de los tiempos. Mientras éste sea dócil con el poder, su subsistencia estará garantizada. Ahora bien, el problema surgirá en el momento en que se abandone el guión preestablecido. En ese instante, toda la maquinaria se volcará sobre el informador para hacerle notar, más que nada, quién controla la situación. Porque ser independiente, en el periodismo como en la vida en general, tiene un alto coste. No se admite que no estés alineado con éstos o aquéllos. Ser hoy un verso suelto puede conducir al ostracismo y la postergación. Pero ello conlleva una recompensa: la de poder conciliar el sueño con la conciencia tranquila al ser consciente de que no le debes nada a nadie y que, cada mañana, puedes mirarte al espejo con la dignidad que se trasluce en el ejemplo que transmites a tus hijos.