Revista Cultura y Ocio

El perro que quería ser

Publicado el 16 noviembre 2015 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

Hoy, te voy a contar su historia, una de esas sin medias tintas; así que vamos al grano, y ya sacarás tus propias conclusiones. Que sepas que no voy a molestarme en explicarte cuánto han sufrido sus protagonistas; quiero que seas tú quien recuerde esa espina clavada que no siempre puedes encontrar en tu conciencia; dejaré que seas tú quien coloree con emociones estas líneas. Y podría empezar con un «Érase una vez», claro, pero lo haré de un modo distinto; reservemos esa expresión para las historias felices, ya que esta no lo es.

Verás… su camada fue de las interminables; de aquellas en las que salían cachorros y cachorros y, tras la decena, los presentes empezaban a dudar sobre cuánto más se iba a alargar aquello. Después, como era habitual, se les dejó espacio por unos días. Todos pudieron amamantar, aunque sintiendo a su ascendiente muy lejos. Sus hocicos buscaban continuamente al de su madre sin encontrarlo, quien se mantuvo por siempre recostada en un rincón de las instalaciones. Tras los barrotes, la camada movía las colas entre sí, jugaba, se sonreía, pero la inacción total de sus mayores no tardó en provocar carencias en su sociabilización, y peleas constantes ante las desatenciones.

Lo que no sabían las crías es que su madre estaba imposibilitada, impedida y casi inválida de tanto criar, y parir, y sangrar, y volver a ello demasiadas veces ya. Tampoco sabían que, a menudo, su padre no era más que una jeringa, ni que iban a ser vendidos, porque aquellas paredes ocultaban decenas y decenas de bestias que no tenían más término que el propio dinero.

Granja de perros

A poco más de cien metros de allí, bajo el sol, varios ejemplares adultos se empujaban unos contra otros, y se mordían constantemente; asustados, hacinados en pocos metros, esperando que alguien se encariñase de ellos mientras miraban hacia la luna por vez primera y última, quien los despedía sin entender por qué abandonaban la hierba que solo habían pisado unos minutos y entraban, a empellones, en ese sombrío camión.

Días más tarde, los pocos jóvenes que todavía no habían iniciado el mismo camino de no-retorno observaban, nostálgicos, a sus compañeras, sin intuir que el próximo parto significaría también el rapto de muchos ellos. Donde la cría y la compra se repetían un número casi infinito de veces, donde cada cual cumplía su misión, y sus largas orejas se perdían en el interior de un vehículo que los separaba.

Granja de cerdos

Cuando me hablaron de aquel lugar, imaginé sus hocicos y su pelo, y el valor de sus vidas; imaginé una fábrica de perros de cría, y me resultó una imagen infernal. Imaginé un lugar destinado a dejar solo sufrimiento y culpa en nuestras manos. Imaginé.

Pero no te preocupes, lector pues, pese a las importantes semejanzas, no eran perros, sino cerdos; cerdos que desaparecían una vez, y otra vez, y otra vez… y a nadie importaba por estas latitudes.


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