Hace frío. Rebusco en el armario -anotar en la agenda: "ordena"- la otra manta marrón, la de rayas, esa que trajo mi marido desde su León natal y que no usa. Afuera sopla un viento peleón que choca contra mis dobles ventanas y las mal bajadas persianas del salón. Se apaga la calefacción -clic-, señalando el momento inconsciente de ir a dormir; recojo la primera manta, la que descansa sobre el edredón blanco y rojo -mi casa no cuadra como en las revistas, pero es pequeña y cálida, dicen. La extiendo por la cama: primer doblez extendido, mitad, aguanto, estiro arriba, aliso, segundo doblez, mitad, aguanto, vuelvo a estirar. Apoyo las almohadas -la mía, la de él-, luz de la mesilla -clic, clic-, la segunda manta esperando un proceso similar a la de su gemela. Oigo ruido en la cocina: cajón, cucharas, taza una, dos, chocolate y leche de la nevera -clic, clic, clic. Me meto en la cama y siento el peso de mi doble manta, sin sacar los brazos: hace frío. Espero quieta el olor del chocolate caliente que antecede al calor. Las paredes de mi habitación, de suave amarillo.
Hoy volví a mi casa después de varios días fuera. Me gusta el peso de mis mantas.