Manoli acababa de salir del colegio cuando llegó a nuestra casa. No obstante, para hermanísima y para mí, que la contemplábamos desde la perspectiva de nuestros 6 y 7 años respectivamente, sus 17 años la convertían en toda una adulta. No tardó en conquistarnos: era divertida, guapa, inteligente, trabajadora y siempre la recuerdo con una sonrisa que le llegaba hasta los ojos y que la hacía brillar.
No estábamos deslumbradas por el cariño, su encanto era tan evidente que aprendí lo que era un piropo gracias a ella. Sucedió una mañana de esas de invierno vallisoletano en las que Manoli nos arrastraba a la escuela mientras nosotras oponíamos todo tipo de resistencia porque, con semejante frío, lo único que deseábamos era acurrucarnos en una esquina para guardar el escaso calor que aún conservábamos en el cuerpo. Ese día no había canciones, ni juegos, ni saltos, ni carreras, ni nada con lo que convencernos para avanzar. Hacía demasiado frío para moverse. La pobre tiraba de nosotras a dos manos y, cuando andábamos a la altura de Correos, a una manzana de casa, un hombre le comentó al pasar: "¡Quién fuera niño para ir contigo!" En ese momento no comprendí la intención de aquella frase. ¿De verdad deseaba aquel señor volver a la infancia para ser remolcado hasta el colegio por calles a bajo cero? Manoli nos lo explicó: Es un piropo, y muy bonito por cierto. Seguí sin entender, no conocía esa palabra, ¿piropo? ¿qué es eso? Pues un halago, una frase que un hombre le dice a una mujer para indicar que le gusta. ¡Ah!
Aquello nos distrajo y, con la curiosidad y el romanticismo de la situación, nos olvidamos del frío, no en vano se habla del calor de la pasión. Hermanísima, a la que nunca le ha faltado conversación, ni desparpajo, encontró un nuevo tema sobre el que preguntar y ahondar el resto del camino. A eso se dedico hasta llegar a la escuela: pretendía saber todos los piropos que Manoli había recibido a lo largo de su vida. Se mostró tan implacable que, en el proceso, le sacó todos los colores a la requebrada, no fuese a quedarse algún detalle en el tintero. ¿Y si se estaba fraguando un idilio delante de sus narices y se lo perdía? ¡Uff!, la mera idea era terrible.
Desde entonces, siempre que oigo un piropo, me viene a la memoria esta anécdota y coincido con Manoli en que el de aquel día es uno de los mejores cumplidos que he escuchado nunca.