No hay nada más placentero en la vida que echarse un buen cago. Bueno, está el sexo y un suculento plato de ravioles que se asemejan, pero, sentarse en el trono que ha sido diseñado de forma ovoide para tal fin, aflojar primero las piernas, luego las nalgas, al fin los intestinos y arremeter con toda las fuerzas que nos sale del alma, tiene su condimento especial.
Cagar tiene sus secretos (no descubro nada con esto) y también tiene sus virtudes. No es simplemente un vulgar llamado de la naturaleza como muchos nos quieren hacer creer. Cagar es ciencia y filosofía. Es reflexión y descubrimiento del ser. Es lectura y escritura. Es música. Es mística. Es Paz.
Cada defecación, como suelen llamarla los puritanos, posee su ritmo, su momento absoluto y es único e irrepetible. No se puede comparar un cago chirlo, uno regular a soretes perennes y uno de esfuerzos sobrehumanos después de ingerir mucho queso. Ni tampoco podemos comparar los soretes por su color. Los hay pálidos, marrones caca, marrones oscuros, negros carbón, y las combinaciones entre las formas y su color tienden a ser infinitas.
Por eso cagar es un placer que sólo unas pocas especies vivientes se pueden dar el lujo de experimentar.
Yo recuerdo cagadas memorables y de antología. La mayoría de éstas se dieron encontrándome con una diarrea severa y muy lejos de mi casa. ¿Por qué marco esto último? Porque es muy importante para entender la situación. Afirmo que no hay nada comparado con cagar en un inodoro conocido, en un inodoro amigo, pongamos como ejemplo el de nuestra propia casa. Uno se siente cómodo, a gusto, tranquilo y seguro, y deja evacuar todo sin ningún pudor ni miedo.
Entre éstas cagadas de película recuerdo esa vez que salí a tomar algo con unos amigos a un famoso y extinto bar céntrico de mi ciudad. La noche transcurría dentro de sus cauces normales. Cerveza, miradas de levante, charlas profundas con mis amigos, música de fondo bien alta, miradas de levante, intentos de conquista, rechazos, pis en el horrendo baño, más cervezas, más miradas de levante, etc. Hasta que en un momento, entre cerveza y mirada de levante N° 14, algo en mi interior se empieza a despertar. Escucho sonidos extraños, impropios, agudos y graves que salían de mí. Como que algo que tenía dentro de mi cuerpo quisiera escapar de pronto. Con muchos reflejos atiné a fruncir y evitar la fuga y al instante mi mente empezó a analizar la situación y a evaluar distintas soluciones a éste problema.
Después de mucha reflexión, que se dio en cuestión de segundos, llegué a la conclusión que el baño del Bingo, ubicado a un par de cuadras, era la opción más viable por la pulcritud de sus instalaciones. Me paré, me puse la campera y anuncié a mis amigos, con los que compartía la mesa del bar, que en unos minutos regresaría.
Salí con pasos cortitos y continuos, no sin antes dirigir una última, y a esta altura, patética mirada de levante. Encaré para el Bingo sin pensar en nada más que llegar lo más rápido posible y se produjo la primera interrupción de mi marcha. Ese algo en mi interior, al ritmo de tambores, bombos y platillos, arremete contra mí en busca de emerger de la oscuridad en la que se encontraba. Quería ver la luz. Me concentro, sin hacer fuerzas, obvio, quietito en el lugar me empiezo a agachar lentamente, mientras saludos a las personas que pasan en los autos por la calle, simulando haber perdido algo en el suelo. Me pongo en cuclillas, siempre frunciendo, respirando rápido, agitado y largo. Estoy en esa posición unos segundos, quizás fueron minutos, hasta que puedo volver a contener la situación. El primer ataque fue contrarrestado. Vuelvo a ponerme en posición de cubito y frontal y continúo mi camino hacia el pulcro inodoro del Bingo.
Al pasar por la iglesia mayor intento una especie de rezo, pero lo único que me sale (por suerte) es una plegaria de compasión propia pidiéndole al Señor que está en el infinito y más allá que me permita despedir con elegancia a lo que llevo adentro, que mis pantalones y mi dignidad no tenían la culpa de mi condición de hombre débil ante el chorizo seco con Coca Cola que había comido antes de salir.
Como si el Señor me hubiera escuchado, logro llegar hasta la puerta del Bingo. A esa altura caminaba como un pingüino, con los pasos más cortitos que podía y las piernas bien juntas, cerrándola la huida a mi agresor.
Sólo tenía que avanzar treinta metros para conquistar el baño, pero para esto tenía que abrirme paso entre la gente, y justamente eso era lo que no podía hacer. No podía abrir nada de ninguna manera.
Un nuevo intento de escape me encuentra entre una tragamonedas y la ruleta electrónica. Simulando jugar me siento y hago, como quien no quiere la cosa, que pienso mi próxima jugada. " ¿Será el 18 o el 24? ¿Primera docena o tercera? ¿Rojo o negro? ¿Chirlo marrón caca o chirlo pálido? "
Ya sin fuerzas ni esperanzas decido que era el momento de realizar un último intento de llegar hasta el esperanzado baño. Sin disimular más, perdiendo la dignidad y al grito de " ¡Me cago, me cago! ", emprendo una carrera sin cuartel, empujando a los ludópatas por los aires, ante las miradas escandalosas de las viejas compulsivas. Entro al baño desorientado, con las dos manos en mis nalgas. Abro la primera puerta y para regocijo mío y de mis tripas, se encuentra el inodoro desocupado. Revoleo la campera, bajo mis pantalones y fue en ese mismo momento que un Aleluya cantado por el Coro de Niños cantores de Viena se escuchó en el ambiente. Todo mi ser se convulsionó y contorsionó para dejar ir para siempre a este respetable guerrero. Esta batalla la pude ganar pero la guerra no había terminado.
Cuando los ánimos se calmaron me puse de pie y mirando a los ojos a la masa deforme que se encontraba en el interior del inodoro, pronuncio las célebres palabras que quedaran para la posteridad. Apretando el botón digo, con el orgullo inflándome el pecho: " Este viejo adversario despide a un amigo ".
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