No he dejado que pasen demasiadas semanas desde que reseñé en mi blog mi anterior acercamiento a la obra cuentística de la murciana Irene Jiménez (https://rubencastillo.blogspot.com/2024/11/la-suma-y-la-resta.html) y ya me pongo con otro de sus trabajos, El placer de la Y, que leí hace seis o siete siglos y que ahora recupero. Nueva alegría (y grande, además) para mis ojos lectores, porque me he reencontrado con una prosa de elegancia exquisita, que dibuja con inigualable finura las piezas de un puzle magistral: el que sirve para esculpir, interior y exteriormente, a la escritora Marguerite Yourcenar (nacida Crayencour). Estos diez relatos, estas diez piezas se pueden unir desde luego de forma longitudinal y diacrónica (así quedan ordenadas en el tomo), pero también admiten un ensanchamiento radial, que conforma el volumen de una vida y de un temperamento: los de una mujer y una artista enfrentada a pérdidas, navegaciones, alejamientos de la patria, amores secretos y éxitos literarios.
En las páginas deliciosas y perfectas de Irene Jiménez descubrimos a la jovencita Marguerite leyendo los libros enjundiosos de su padre; notando que “posee ese gran capital que consiste en saber estar sola”; eligiendo el seudónimo Yourcenar “por el placer de la Y”, tras un buen cúmulo de tentativas anagramáticas; mirando y deseando a Grace mientras beben ouzo; viajando en la camioneta del amable señor Robbins; visitando con temblor el lugar donde fue asesinado Federico García Lorca (quizá el más redondo de todos los textos del libro); escribiendo sobre la muerte de Zenón de Elea; contemplando (entre la angustia y la indiferencia) cómo su acompañante Jerry está a punto de ahogarse cerca de Luxor; o asistiendo (qué maravilloso texto, también) al entierro de su amigo Jorge Luis Borges en Ginebra.
Irene Jiménez endulza la erudición (que suele ser áspera o, cuando menos, reseca) con el azúcar de un estilo impecable, airoso, inauditamente maduro, que dota de armónico vuelo a sus páginas y que le permite, incluso, algunos guiños humorísticos, como cuando hace que una Marguerite Yourcenar adolescente cobije pensamientos como el de la página 35: “Podría suceder, incluso, que una joven española poco mayor que ella acabara por seccionarla para unos cuantos relatos”.
Lo intuí y lo refrendo: qué grandísima narradora es Irene.