Llega ese día que después de haberla caminado tanto, mirado desde tantas luces y humores y perspectivas, nace como una necesidad de síntesis, de aprehender la ciudad en su totalidad huyente, o extremar hasta el límite la ubicuidad del recuerdo para coagular millones de fragmentos en la visión unitiva. Quisiéramos que se nos dé en una sola presencia, o que algo en nosotros se fragmente hasta abarcar el todo como acaso lo abarca el ojo facetado de la mosca.
Ese día la contemplación sucesiva de calles o de fotos o de recuerdos se vuelve una irritante postergación de esa amalgama en la que la ciudad nos cedería por fin su más profunda imagen, sabemos que será imposible, que el más dilatado panorama desde una torre o un helicóptero nos mostrará apenas algo más de lo que puede darnos un buen plano. Y es quizá entonces que la noción de plano, de sustituto cartográfico de esa inabarcable masa viviente y aromada y sonora nos proyecta a la magia, nos incita a buscar por otros medios lo que no alcanzarán nunca los sentidos limitados por el espacio, los desplazamientos que irónicamente van reemplazando ganancias por pérdidas, esquinas ya cruzadas por otras que se abren en la incesante repetición del casillero.
Puede ocurrir que el viajero haga un alto, que renuncie a la persecución consecutiva, y que en la soledad de un cuarto de hotel se concentre en ese plano que cubre la mesa y que una lámpara propicia fija con un cono amarillento que parecería aislarlo de la causalidad, darlo en un solo bloque de conocimiento en el que cada detalle, cada canal, cada encrucijada, cada puente y cada monumento se dejan captar por una mirada que de golpe se dilata hasta abarcar kilómetros de masa urbana, periferias inconcebibles, trazados cerrando o abriendo los ritmos que dan a todo plano su temblor de caracol, de carabela o de nube petrificada.
Puede ocurrir entonces que el viajero pasee el péndulo de la rabdomancia sobre nomenclaturas conocidas o ignotas, que a lo largo de una larga avenida vaya siguiendo milímetro a milímetro el avance de una larga marcha que ocurrió hace meses o semanas, que vacile en esquinas que fueron o no dobladas, que retorne al punto de partida para recomenzar el asalto a la distancia. De la búsqueda sistemática o la recurrencia del azar, del péndulo indiferente sobre el territorio de la Gare Saint-Lazare pero agitándose en el cruce de la rue Condorcet y la rue Rodier, pueden llegarnos signos que verificaremos o no pero que darán un sentido diferente a encuentros y a coincidencias, a carteles y a miradas, a la nomenclatura y a la combinatoria ofreciéndose al deseo y a la esperanza en cada pasaje y cada tienda.
Pero el mejor de los planos mágicos no lo dan las cartulinas coloreadas o las varas de avellano que delatan sincronismos y constelaciones: la ciudad tiene otra imagen secreta que sólo habrá de mostrarse al término de una ahincada fidelidad, cuando sepa que no la hemos vivido por vivirla, que no la hemos caminado por rutina. Alguna noche entrará en nuestros sueños, se volverá su escenario momentáneo u obsesivo, empezará a desarrollar sus tapices de perspectivas, sus telones de esquinas, sus tramoyas de arcadas o de vías férreas, y en el sueño será ella y otra, simultánea y consecutiva, dará lo ya dado o inventará lo que acaso existe pero que no sabremos o no podremos situar jamás, un parque con un lago oblongo, un café donde se juega al billar bajo luces naranja, un portal detrás del cual está acechando el principio de la pesadilla o una interminable sucesión de corredores que terminan en otro tiempo y otro lugar. Ciudad esponja, ciudad pulmón alentando en nuestra respiración nocturna: ahora estamos de veras aquí, ahora somos una burbuja en su incontable sistema de vasos comunicantes, pasamos de la vigilia al sueño sin abandonar el territorio que ganamos por fidelidad y que nos fue dado como dan los gatos sus caricias, sin gratitud ni obligación.
Y ella nos cederá su escenario más vertiginoso su propio sueño alucinado de luces y de formas, pero también podrá venir bajo sus aspectos más inanes o vulgares, se burlará de nosotros mientras nos tiende un tapiz de frutas podridas en esa esquina donde no hay nada que ver, nada que esperar. Serán sus maneras de hacernos entrar todavía más adentro, su rechazo de toda calificación privilegiada, de todo turismo; como en el profundo amor, besaremos una mano enjoyada en la que perdura un olor a cebolla, y eso será encuentro final, confirmación de haber dejado atrás el falso preludio de los perfumes convencionales a la hora de la cita.
La ciudad odia las excepciones, las postales que la demarcan y la tipifican, los cuadros que la escogen, las canciones que pretenden hacerla única; ella es amor total que aroma y malhuele, que crece hasta lo más alto del delirio para después, con un gesto simple y necesario, orinar en la bacinilla al pie de la cama, verter su mínima cascada de cada tantas horas, entre besos y puerros hirviendo para la sopa del final del día.
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Un triste testimonio del escaso amor propio de la mayor parte de las grandes urbes europeas es que tan pocas, y entre ellas ninguna alemana, posean un mapa tan manejable, minucioso y resistente como el que existe para París. Se trata del excelente mapa Taride, con sus 22 planos de todos los distritos parisinos además del parque de Boulogne y de Vincennes. Quien alguna vez haya tenido que luchar en cualquier esquina de una ciudad extranjera, bajo el mal tiempo, con uno de esos enormes mapas urbanos que se levantan a cada golpe de viento como una vela y se rasgan por todos los dobleces para convertirse en un pequeño montón de hojas sueltas con las que uno se tortura como con un rompecabezas, que aprenda del mapa Taride lo que puede ser un mapa urbano. A quienes al sumergirse en él no se les despierte fantasía, sino que prefieren revivir sus experiencias parisinas con fotos o apuntes de viaje antes que con un mapa urbano, es inútil ayudarles.
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¿No puede hacerse un film apasionante a partir del plano de París, del desarrollo en orden temporal de sus distintas configuraciones, del condensar el movimiento de sus calles, sus bulevares, sus pasajes y sus plazas a lo largo de un siglo en el espacio de una media hora? Y ¿no es ese el trabajo del flâneur?
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Desdoblé el plano Taride de París, tan sobado, que tengo siempre en mi despacho al alcance de la mano. A fuerza de buscar cosas en él, se me ha roto en muchas ocasiones por los bordes, y siempre lo pegaba poniéndole celo a la desgarradura, igual que se venda a un herido.
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Yo he sido siempre muy aficionado a la literatura francesa. Yo creo que es la literatura que conozco mejor, mejor que la peruana incluso. Desde muy adolescente, incluso desde antes, leía muchos libros de autores franceses. Por lo tanto estaba bastante familiarizado con la literatura, con la cultura, y con la ciudad. A través de las novelas de Balzac, de las novelas de Alejandro Dumas, de las novelas de Proust, etcétera. Ya tenía una visión de París, imaginaba un París imaginario que me había formado a partir de esas lecturas. Además, mi padre era una persona muy aficionada a la literatura francesa y a la cultura francesa, y uno de sus sueños fue siempre el de venir a París, conocer París -pero nunca pudo realizarlo. Él conocía París casi de memoria porque tenía en casa un gran plano de París, me acuerdo, y conocía todas las calles, las placitas, los monumentos, las iglesias. Y cuando leía un libro, una novela sobre todo, identificaba las calles y las plazas donde los personajes pasaban. Entonces venir a París fue también una forma de cumplir un deseo que mi padre no pudo realizar. Yo viajaba un poco en su nombre, en su representación. Él había muerto ya.
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París, 11 setiembre, rue Toullier.
¿De modo que aquí vienen las gentes para seguir viviendo? Más bien hubiera pensado que aquí se muere. He salido. He visto hospitales. He visto a un hombre tambalearse y caer. Las gentes se agolparon a su alrededor y me evitaron así ver el resto. He visto a una mujer encinta. Se arrastraba pesadamente a lo largo de un muro alto y cálido y se palpaba de vez en cuando como para convencerse de que aún estaba allí. Sí, allí estaba. ¿Y detrás del muro? Busqué en mi plano: Maison d'accouchement. Bien. Dará a luz, eso es natural. Más lejos, rue Saint-Jacques, un gran edificio con una cúpula. El plano indica: Val de Grâce, Hôpital militaire. Ciertamente no necesitaba saberlo, pero no está de másLa calle empieza a desprender olores por todas partes. En lo que puede distinguirse, huele a yodoformo, a grasa de "pommes frits", a angustia. Todas las ciudades huelen en verano. Después he visto encima de la puerta una inscripción aún bastante legible: Asyle de nuit. Al lado de la puerta estaban escritos los precios. Los he leído. No eran caros.
¿Después? He visto a un niño en un cochecito parado: estaba grueso, verdoso, y tenía una erupción muy visible en la frente. Parecía que sanaba ya y que no le dolía. El niño dormía con la boca abierta, respirando yodoformo, "pommes frits", miedo. Así era y nada más. Lo importante era que se vivía. Sí, eso era lo importante.
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Ella estaba en Tostes. ¡Él estaba ahora en París, tan lejos! ¿Cómo era París?
De noche, cuando los pescaderos pasaban en sus carretas bajo sus ventanas cantando la Marjolaine, ella se despertaba; y escuchando el ruido de las ruedas herradas que al salir del pueblo se amortiguaba enseguida al pisar tierra, se decía:
‑"¡Mañana estarán allí!"
Y los seguía en su pensamiento, subiendo y bajando las cuestas, atravesando los pueblos, volando sobre la carretera principal, a la luz de las estrellas. Al cabo de una distancia indeterminada se encontraba siempre un lugar confuso donde expiraba su sueño.
Se compró un plano de París y, con la punta de su dedo sobre el mapa, hacía recorridos por la capital. Subía los bulevares, deteniéndose en cada esquina, entre las líneas de las calles, ante los cuadrados blancos que figuraban las casas. Por fin, cansados los ojos, cerraba sus párpados, y veía en las tinieblas retorcerse al viento farolas de gas con estribos de calesas, que bajaban con gran estruendo ante el peristilo de los teatros.
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A fuerza de pensar en la capital, terminaba por reconstruirla en mi interior [....] Un plano de París fijado en la pared retenía largo tiempo mis miradas y me instruía casi sin darme cuenta. Descubrí que París tenía forma de cerebro humano [...] Sea como fuere, el plano de París me ayudó más de un día a superar horas difíciles, y dado que le había encontrado el parecido que acabo de mencionar con el cerebro humano, me esforzaba por circunscribir en los límites de esa ciudad todas las circunvoluciones que había observado en el pasado. De este modo, me complacía creer que yo había nacido en el ámbito de la imaginación y que había crecido en medio del recuerdo. Tenía dudas sobre el emplazamiento de la voluntad, de la reflexión y del gusto [..] Ahora bien todo aquello estaba atravesado por el Sena, que representaba a mis ojos lo que hay en nosotros de instintivo e inexpresado, como una gran corriente de inspiraciones inseguras que busca ciegamente un mar donde perderse.
Julien GreenParís Foto: Patrick Modiano con el plano de París