Últimamente estoy dándole vueltas a una idea que he encontrado claramente expresada en Todas las mañanas del mundo (1991), del director francés Alain Corneau, basada en una novela con el mismo título de Pascal Quignard. La novela la construye a partir de un relato anterior titulado La última lección de música de Chang Lien. Quignard reflexiona sobre la música planteando la tesis de que, a diferencia de cualquier otra expresión cultural, la música no es totalmente humana. El maestro Sainte-Colombe llega a decir que "la música sirve para expresar lo que no pueden expresar las palabras", de ahí que no pueda ir dirigida al oído, a los hombres ni a Dios. La música tiene algo de inhumano, o mejor, de ahumano, es decir, actúa desde tierra de nadie y sobre tierra de nadie, como aquella Naturaleza de los cuadros de Turner que irrumpe arrasando con todo, con los débiles y los fuertes, sin que el espectador pueda apelar a una justicia humana o cósmica.
La música llega ahí donde la ética y la política fracasan. No conoce fronteras porque no encuentra freno en la manera de entender y de sentir el mundo. Ahí radica su poder. Su poder es su origen.
Los pitagóricos vieron en la música la materialización de la forma matemática de estructurarse la realidad, pero no vieron que, a diferencia de la geometría o de la aritmética, la música tiene algo de irracional, o mejor aún, de (a)rracional. La razón agota el discurso matemático. No hay que salir de la razón para entender los fundamentos de la ciencia matemática y recorrer el conjunto de sus teoremas y composiciones. La matemática nace y muere en la razón, de ahí que se haya identificado el pensamiento lógico con el pensamiento racional. Sin embargo, la música, si bien ha tenido que ser provocada por la acción humana, tiene algo de incomprensible, de inasible, de inconsciente. La música, decía Heidegger, es, junto a la técnica, otra manera de desocultarse la naturaleza inconsciente.
Por ello la música, como el sueño, es capaz de invocar a los demonios y de resucitar a los muertos.