
Madre e hijo
Eastman Johnson (1869)
Ayer por la noche mi pequeña princesa lloraba. Una pesadilla, un mal estar o simplemente miedo a la oscuridad. Me senté a su lado. Me cogió la mano. Me miró. Me dijo entre suspiros, "te quiero munnncho" y se volvió a dormir. La angustia de sus movimientos eléctricos, el nerviosismo de su corazón latiendo demasiado deprisa, terminó de repente, como una tormenta de verano que de pronto desaparece y deja paso al sol. Así de sencillo. Recordé entonces cuántas veces he cogido a mis pequeños de los brazos de alguien ajeno y al momento callaran como si les hubieran dado al botón "fin de los llantos". ¿No os parece algo fantástico? Algo tan sencillo como un abrazo, una silenciosa presencia, un beso, consiguen paz, tranquilidad, sosiego, confianza, amor, felicidad.
Cuando alguien me insinúa que así no se educa a un niño pienso, exacto, es que no lo quiero educar, ahora, lo que quiero es darle mi amor y disfrutar de ese poder que sólo nos da nuestra naturaleza maternal. Un poder con el que podemos hacer que nuestros hijos vivan momentos felices, alegres y crean de verdad que vale la pena estar aquí.
