Pedro Paricio Aucejo
La vida y la obra de santa Teresa de Jesús han ejercido a lo largo de la historia un atractivo generalizado, especialmente entre los escritores españoles. Desde el Siglo de Oro a nuestros días, raro es el literato que, en nuestro país, no ha apreciado el pensamiento de la Santa: no en balde, en 1965, fue proclamada patrona española de los profesionales de aquel oficio. Su talante como mística, fundadora y escritora ha cautivado dentro y fuera de la espiritualidad cristiana e incluso en el ámbito de la increencia y la indiferencia religiosa. Tal es el caso de autores como Juan Valera, Vicente Blasco Ibáñez, Antonio Machado, Ramón J. Sender, Francisco Umbral o Federico García Lorca (1898-1936).
La ambigua actitud de este último hacia el catolicismo –sobre todo en sus años jóvenes– resulta muy llamativa, pues, aunque atacó algunos aspectos de su moral, no perdió nunca un cierto sentido católico de la vida. Así, el poeta granadino reconoció que “hay en nuestra alma algo que sobrepuja a todo lo existente”; captó la piedad popular de su tierra; comprendió la esencia de la meditación; admiró la liturgia como cordial “prueba viva de la presencia de Dios”, en la que se reconoce que Él está con nosotros; practicó la oración; afirmó con rotundidad verdades teológicas referidas a las tres personas de la Santísima Trinidad; e introdujo en sus escritos abundantes referencias a la misa, la adoración al Santísimo Sacramento y el culto a la Virgen y los santos.
Entre estos experimentó una admiración especial por Teresa de Ahumada, como consta en una carta del joven Federico a sus padres, donde relata su visita al monasterio de la Encarnación de Ávila y su entusiasmo por la figura de la descalza castellana¹. Igualmente –según recoge Ian Gibson en su biografía sobre el creador andaluz²–, tuvo la intención expresa de dedicar una obra de teatro a la religiosa abulense, si bien no la llevó a cabo antes de su trágica muerte. Asimismo, habló de la mística universal en un fragmento de su conferencia Teoría y juego del duende, pronunciada en Buenos Aires en 1933³.
En este discurso, Lorca teorizó acerca de lo que hace que una obra de arte sea mejor que otra. La razón está en su duende, concepto de uso frecuente en Andalucía, pero tomado –según su propia confesión– de Goethe (1794-1832), quien lo describía como ‘poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica’. Para el autor de Bodas de sangre, con este término se hace referencia a “un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar. Es cuestión de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre (sube por dentro desde la planta de los pies)”. Es un mecanismo de perfección ascética (“todo hombre cada escala que sube en la torre de su perfección es a costa de la lucha que sostiene con un duende“). Es origen de todo sentimiento verdadero (“no es posible ninguna emoción sin la llegada del duende, furioso y abrasador”). Es el tuétano de toda forma nueva, no se repite y “da sensaciones de frescura totalmente inéditas”.
Pero el duende no llega si no ve posibilidad de muerte: “gusta de los bordes del pozo en franca lucha con el creador; hiere, y en la curación de esta herida, que no se cierra nunca, está lo insólito, lo inventado de la obra de un hombre; se acerca a los sitios donde las formas se funden en un anhelo superior a sus expresiones visibles; y prepara las escaleras para una evasión de la realidad que circunda”.
En el desarrollo de este concepto el poeta de Granada evocó el caso de santa Teresa, “una de las pocas criaturas cuyo duende (no cuyo ángel, porque el ángel no ataca nunca) la traspasa con un dardo, queriendo matarla por haberle quitado su último secreto, el puente sutil que une los cinco sentidos con ese centro en carne viva del Amor libertado del Tiempo”. Es la experiencia vivida por la monja castellana en sus éxtasis, en que intervienen carne y espíritu a la vez: el cuerpo físico deshaciéndose en sí por su transporte hacia el infinito, fuera de sí en su constante búsqueda del Otro.
Si al desenlace de estos arrebatos se añade el pensamiento obtenido en ellos –en los confines del sentido– y su posterior plasmación en los textos de la carmelita, se comprenderá el secreto de su literatura y de su éxito entre los escritores4. El poder del duende teresiano se encuentra en el íntimo arraigo de su estilo narrativo en imágenes destinadas a transmitir las visiones, que no se perciben solo con la vista u otros sentidos, sino que son fruto de la integración total de cuerpo y espíritu.
¹Cf. Cuando García Lorca visitó la Encarnación de Ávila [Consulta: 4 de mayo de 2018].
²Cf. Lorca, Teresa de Jesús y el duende [Consulta: 5 de mayo de 2018].
³Cf. Flamenquísima: Teresa vista por Lorca y Lorca, Teresa de Jesús y el duende [Consulta: 6 de mayo de 2018].
4Cf. Actualidad de una mística, declaraciones de Julia Kristeva a ‘L’Osservatore Romano’, edición digital del 2 de Marzo de 2015, en entrevista concedida a Cristiana Dobner.
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