Una vez, durante una cena con mi Amigo Andrés Ubierna, surgió la idea de escribir anécdotas personales de crecimiento y reflexión personal para su blog de liderazgo. Esta anécdota, tiene mucho de personal y poco de reflexión para el liderazgo personal, porque fue escrita hace años sin ése objetivo en mente. Pero, en honor a esa persona que la escribió decidí dejarla tal cual, sin cambios.
Sobre cómo perdí la oportunidad más grande de mi vida
Esta es una historia verídica. Es una historia con el sabor agridulce que tienen casi todas las historias de vidas transformadoras. Es la historia de cómo me perdí la oportunidad más grande de mi vida y de cómo me marcó y me transformó. Lamentablemente, para comprenderla hay que leerla toda hasta el final. De todas formas, para algunos, hacerlo va a motivar que digan: “¡¿Y esto era lo tan importante?!”. Va para ellos mi humilde comentario que una cosa es leerlo y otra vivirlo, pero que al final está la versión deportiva de la anécdota, con la misma conclusión y analogía, sin toques personales y condensada en una sola frase.
Sin más preámbulos…………
Por aquella época en la que éramos inmortales (entiéndase, cuando teníamos unos 16 años) unos amigos del equipo de básquetbol en el que yo jugaba me invitaron a una fiesta. Pasaba que sus compañeros del Colegio Industrial, se habían hecho amigos de unas chicas de un Colegio de Monjas de Martinez, y se les ocurrió hacer una pequeña fiesta en la casa de uno de ellos (Les recuerdo a las generaciones más recientes lo siguiente: 1. En esa época los adolescentes hacíamos fiestas únicamente en casas, clubes y salones contratados. Boliches, ni hablar. 2. Que el industrial era “el colegio de varones” y el Colegio de Monjas “el colegio de chicas”, lo que hacia esa amistad bastante sinérgica y complementaria).
Ahora bien, cualquier muchacho de mi edad hubiera estado encantado con la invitación. Yo no. En ése ambiente (el de los grupos, las fiestas, el hacer nuevos conocidos y el acercarse a las chicas) no me sabía desenvolver bien. Era bastante bueno en los deportes, en la música, tenía una moto (bastante raro en esos tiempos), en el colegio descollaba en química y matemáticas, pero era un completo zapato frente a una chica de mi edad. Me paralizaba. Para colmo de males, mi madre, psicóloga ella, estaba preocupadísima conmigo, porque era bastante solitario e introvertido, y me forzaba a juntarme con todo tipo de grupos nuevos, lo que yo detestaba.
Aterrorizado y todo, acepté ir a esa fiesta. Y además fui a ayudar a preparar todo a la casa de mis amigos. Y fui a cambiarme a casa. Y fui a la fiesta. Y fui un completo desastre.
Después de una o dos horas de contestar que no bailaba porque estaba “estudiando la situación”, mi coartada empezó a flaquear y, para salvar mi honor, me acerqué a una de las chicas con mi estudiada frase de: “¿Bailás?”. Y bailamos. Y nada más. Hasta que la pobre chica, dándose cuenta que el pavo que tenía enfrente no iba a emitir más sonido que el de su respiración, se sentó, comentándole a todas sus compañeras “lo ganso que era ese rubio de rulitos”. Para colmo de males (los míos, no los de mis amigos) como todos lo habían pasado tan bien, organizaron un cronograma de diez fiestas más en casas distintas (sí, diez; se tomaron muy en serio la planificación mis amigos).
En la segunda fiesta, seguí haciéndole honor a mi apodo de “rubio ganso de rulitos”. La cosa se me iba complicando: faltaban ocho fiestas más y el año pintaba para tortura bíblica.
La tercera fiesta, comenzó más complicada de lo normal. Había chicas “nuevas”. Se me ocurrió decirle mi frase de “¿Bailás?” a una de ellas, que por cierto, era preciosa y tenía la cualidad de ser nueva (y, por ende, no saber lo de mi apodo). Decidí animarme a cambiar la estrategia de arruinarme la vida y empezar a hablar. Genial idea. Su padre era farmacéutico como el mío. La conversación fluyó hacia ese sector conocido, pero aterrorizado y todo, salí adelante. Cuando paró un tiempito la música y volví a mi grupo, me sentía un soldado de la Legión Extranjera Francesa, volviendo del desierto. Había sido valiente. Había hablado. Y resultó que también había sido insoportablemente pesado, según escuchó uno de mis amigos que ya andaba noviando con una de las chicas. Además, también me dijeron que todas le decían “eso te pasa por bailar con ése rubio de rulitos, que es …… (Ya no debe ser novedad, a esta altura de la historia)…. un ganso”. Y la fiesta recién empezaba.
Con el ánimo por el suelo, busqué a otra compañera de baile. Resultó que cuando volvió la música, todos estaban nuevamente con sus respectivas parejas, menos dos, y una de ellas era el objetivo de un amigo. Por descarte, la que quedó aceptó bailar. Y con ya sin nada que perder, empecé el dialogo:
-“¿Cómo te llamás?”-
-“Silvana. ¿Y vos?” -
A partir de allí, el tiempo me voló, bailando y conversando con esa chica. Es el día de hoy que todavía me acuerdo de cómo me contestó, cómo estaba vestida, cómo estaba peinada, de su cara y de cómo fue de fácil conversar con ella y (algo extrañísimo) reírnos juntos. Al parecer, no le importó mucho mi apodo (o no lo conocía), porque se quedó conmigo bastante tiempo. Ni idea cómo pasó. A partir de esa ocasión, ya había parejas preestablecidas para ambos grupos. Yo intentaba bailar siempre con Silvana.
No es que fuera preciosa ni muy llamativa ni nada. Era bastante linda para mi gusto, pero lo que más me atraía era que podía conversar lo más bien, sin tener que pretender ni fingir nada (es muy común que fanfarroneemos frente a una chica cuando somos adolescentes). Y se reía, y nos reíamos. Y se detenia el tiempo.
Mi valentía se extendió para algunas de las fiestas siguientes. Inclusive para su fiesta de quince años, al cual todo el grupo fue invitado. En esa ocasión, hasta hice el ridículo de sacarla bailar a ella, la estrella de la noche.
Algunas de las fiestas planeadas no se hicieron, y yo me quedé sin “avanzar hacia el próximo nivel”. Porque mi valentía no se extendía tanto como para averiguar el teléfono y llamarla e intentar algo más. Aún cuando, después de un tiempo uno de mis amigos la vio y le preguntó su opinión sobre mí, a lo que milagrosamente no respondió con el consabido -“es un ganso”-, sino algo diferente y considerado.
Y llegamos al momento cúlmine en la historia. Tres años después, a mi equipo de basquetbol le toca jugar en un club de Vicente López donde a la noche se hacía una fiesta. Ése día creo que fue uno de los mejores partidos de mi vida. Recuerdo que en la cancha había mucha gente y que me aplaudieron todos, los nuestros y los de ellos, y que recibí una felicitación de los árbitros, algo nada común.
Con mi ego por los anillos de Saturno, y con mis amigos del equipo, fuimos a la fiesta por la noche. Yo seguía siendo el que “estudiaba la situación”, pero ya no la estudiaba tanto como antes. Además, esa noche, tenía el paliativo de lo bien que me había ido en el partido y a esa altura, todos estaban acostumbrados y me dejaban solo. Solamente mi mejor compañero del equipo, a veces se quedaba conmigo, hasta que se le presentaba alguna situación de conocer a alguien. Obviamente, esa noche se le presentó y se fue.
Hacia el final de la fiesta, en un momento me pareció ver a una de las chicas que iba a esas famosas fiestas y que fue novia de mi mejor amigo. No sólo eso, un rato después, se le sumó alguien que me resultó conocida. Sí. Era Silvana, nomás. Mi “dialogo interno”, como dicen psicólogos y coaches, era terrible. Después de eternas deliberaciones conmigo mismo, me acerco y saludo, no a Silvana, sino ¡A la ex novia de mi amigo! Fue nada más que un “¿Cómo andás?” dirigido a la persona con la que no quería hablar y, de reojo, me di cuenta que Silvana me reconocía. Y entonces, saludé a la ex y me fui, como todo un c…….aballero, sin iniciar ninguna conversación. No ayudó ni importó el ego por Saturno, lo perfecto de la oportunidad, el reconocimiento mutuo y todos los etcéteras que se le pueden agregar. No hice ni dije nada, perdiéndome por no actuar, lo que en ésa edad y en ése momento, cuando llegué a casa, consideré que había sido la oportunidad más grande de mi vida. Simplemente por no haberlo intentado.
Con el ánimo bajado desde los Anillos de Saturno hasta la Fosa de Las Marianas (algo que me duró bastante), después de un tiempo, decidí que nunca más iba a dejar pasar oportunidades por no intentarlo. Decidí arrepentirme por hacer, y no por dejar de hacer. No sólo en la actividad de buscar chicas, sino en todos los ámbitos.
Hasta el día de hoy, no haberle hablado a Silvana y la decisión siguiente ha influido en mí. No crean que fue fácil intentar todo lo que se me ocurría, o emprender acciones a favor de la mayoría de lo que yo consideraba “oportunidades que se me presentaban”. Hice de todo y me pasó de todo. Y lo hacía, no como Jim Carrey en la película “Sí, Señor” (“Yes Man”), donde decirle que sí a todo y sin filtro, lo llevaba a situaciones y oportunidades increíbles. Lo hacía aterrorizado, pero a sabiendas de lo que implicaban las oportunidades perdidas por no actuar.
Siendo introvertido al máximo, trabajé de tocar música en lo pubs hasta que me recibí. Tuve que hablar muchas veces en público por mi trabajo. Siendo un ignorante, emprendí negocios en los que me fundí. Estudié cosas que mis colegas consideraban fuera de foco (gracias a Dios por esto). Jugué con los mejores (y peores), trabajé con los mejores (y peores), corrí en moto en el autódromo con tipos mejores que yo. Me premiaron y me ignoraron. Me animé a giros de carrera profesional increíbles. Pero por sobre todo, a pesar del miedo, me animé a tener experiencias que no muchos tendrían (No, ni drogas y nada fuera de la ley). No haber actuado me hizo consciente de todas las puertas que se cierran por no hacerlo.
Fue una reflexión de liderazgo personal y cambio a muy temprana edad. No sabía que las cosas que nos pasan son neutras y que somos nosotros quienes le damos significado y aprendizaje con reflexión y cambio en acción. No sabía que el actuar sube las probabilidades de que pase lo que queremos. No sabía que lo que hacemos, no lo que decimos que vamos a hacer, es lo que nos define. Obviamente, en ese momento no tenía ni idea de todo eso. Solamente no quería volverme a sentirme (tan) mal otra vez.
Años después de la fatídica noche, las cosas habían cambiado y yo estaba saliendo con una chica realmente preciosa. Era la envidia de todos. Un día, en la facultad, nos estaban dividiendo en comisiones de trabajo por distintas mesadas en el laboratorio y un compañero se sintió muy atraído por una chica y me dice: “¡Vení, Vení! ¡Vamos a aquella mesa con ésa chica que está buenísima!”. Le contesté a desgano –“OK, Norberto vamos. Pero hacé algo porque si no, no va a valer la pena” (qué sabio era, ¿no?)- “Dejate de hinchar”- me dice – “¿No te gusta la amiga?” La amiga era una chica delgadita, con una cara muy linda, pero nada más. “No embromes, Norberto. Lo hago por vos, nada más”
Resultó que con esa chica delgadita, podía conversar muy fácilmente. Y no solo eso. Era inteligentísima, bondadosa, para nada egoísta, culta (clase media alta), súper independiente, súper trabajadora y estudiosa, para nada conflictiva y con la envidiable capacidad de hacer bien todo lo que se le ocurría hacer. Para esa época, yo ya había aprendido algo, así que, dejando fríos a mis amigos y compañeros, planté a la bomba de mi novia y el resto es historia compartida con hijos incluidos.
Y a pesar de todo…… es el día de hoy que todavía me acuerdo del día fatídico y me arrepiento de no haber hecho nada.
En el futbol, la analogía sería la frase famosa de que:
“A veces acierto algunos tiros al arco que hago, pero no acierto el cien por ciento de las veces que no pateo”. (Le quité los modismos futboleros, obviamente)
Silvana fue el tiro al arco que no pateé. Pero, por lo menos, después, con miedo y todo, pateé todos los tiros posibles sin arrepentimientos. Eso sí, el inmortal de aquella época, siempre pensó que el aprendizaje no compensó la oportunidad perdida. Ni cerca.
Escrito por Carlos López para Puerto Managers