Estos dias a vuelto a la actualidad la posibilidad que ofrece la legislación española de cambiar el orden de los apellidos. Hay pocas cosas más “sociales” que la propia identificación. La costumbre y normativa en el estado español es la de utilizar el apellido paterno seguido del materno, precedidos por el nombre asignado, llamado “de pila” en relación a la pràctica del bautismo cristiano. La identificación a efectos oficiales incluye los tres: nombre y dos apellidos. Las costumbres onomásticas incluyen toda una serie de peculiaridades culturales que conceden diferente importancia y significación, todas ellas fruto de prejuicios más o menos ancestrales de raices machistas unas, aristocráticas otras, hundidas en la soberbia, la insolidaridad y los desprecios o aprecios de carácter más bien atávico. Los apellidos, como símbolo de la “cuna”, adscribían valores como la “nobleza” o la tremenda “pureza de sangre” que tantas desgracias ha provocado, empiezan a ceder significado después de la Revolución francesa. Los apellidos, como identificación, no tienen que ir más allá de esa función, aunque recientemente, algunas manifestaciones artísticas, concretamente dos películas cinematográficas, en el medio de la situación política de reconocimiento de singularidades y nacionalidades en el estado, han intentado recuperar, si bien en modo jocoso, los valores genealógicos como constituyentes de realidades más tópicas que otras cosa.
Dando por saldadas las significaciones de linaje en esta modernidad social en que vivimos, una característica de los apellidos es su composición ortográfica. Se quiera o no, los apellidos, básicamente el primer apellido, está sometido al orden alfabético. Y como tal “orden” genera toda una serie de prelaciones o postlaciones que tienen que llevar las personas desde su inscripción en el Registro civil, difíciles de soslayar o uniformizar.
Quien esto escribe es muy consciente de que la inicial del apellido, justa o injustamente, le ha situado en múltiples circunstancias de forma ventajaosa, apenas compensadas porque la inicial del nombre sea una de las últimas. Y damos en suponer que algo parecido le debe suceder a todo el mundo. El orden alfabético se aparece como inexorable, incambiable y hasta ominoso en muchas ocasiones, y no hace falta citar ejemplos.
Tan pronto los niños empiezan a ser conscientes de que su identidad está ligada a un apellido, generalmente con el inicio de la actividad social infantil por excelencia que es la educación formal, la escuela, el peso del apellido se hace patente. Es posible que algunos niños sufran las consecuencias, se afecten sus seguridades y hasta su autoestima, por algo que les viene dado y que se escapa de su voluntad o preferencia.
Esta realidad merece ser valorada por todos, pero singularmente por los educadores y enseñantes. Nos permitimos sugerir que, en la medida de los posible, intenten desactivar el poder social del orden alfabético, alternado su uso inverso, o iniciando su secuencia desde algún otro punto de la lista. Así se consigue reducir su peso y, además, promueve el conocimiento del propio alfabeto que, por cierto, todavía hay muchísima gente, supuestamente alfabetizada, incapaz de recitarlo. Y poquísimos de hacerlo en orden inverso. Probad, probad…
X. Allué (Editor)