Ya he dicho por aquí, alguna otra vez, que a diferencia de mi maestro, Foucault, yo creo que todo poder es malo por naturaleza.
Porque el poder, para mí, no es sino sinónimo de fuerza, incluyendo en este concepto no sólo la fuerza física sino también la violencia moral.Yo soy mucho más fuerte físicamente que mi mujer pero quien manda tiránicamente en todas nuestras relaciones es ella. Incluso ahora que está gravemente enferma y que ha olvidado el nombre de todas las cosas, afaxia primaria progresiva, por lo que le resulta casi imposible hablar, rige con mano de hierro todo lo que se hace en mi casa.A mí, perdón maestro, me resulta imposible advertir dónde está lo bueno de ese poder de mi esposa, ni siquiera como compensación del que yo podría ejercer si fuera un borracho empedernido, un jugador o un putero, porque yendo al fondo de las cosas, como a v. tanto le gustaba hacer, su poder equilibraría el mío y no permitiría la degradación que de la salud familiar significarían mis dispendios pero, para mí, al menos, en cuanto negación suprema de todo lo que yo digo, de todo lo que yo hago, de todo lo que yo pienso, es malo, en sí mismo, o sea, por su propia naturaleza.Sin llegar a la profundidad que v. logró en su Microfísica del poder, a mí me gusta mucho pensar que mi continua rebelión contra la tiranía de mi mujer tampoco es buena en sí misma porque se halla invadida por una ira ciega y sorda que se niega a admitir ningún atenuante de la fuerza moral tan despótica de mi pareja.No es bueno, en modo alguno, que mi rebelión contra ella utilice una ira nada contenida que se refleja incluso en los insultos que le dirijo y que, seguramente, merece por su absoluto dominio de la situación que la mayor parte de las veces nos conduce a situaciones perniciosas para nuestro bienestar.Pero me resisto a admitir que el efecto que consigo con mi actitud en cuanto a la opinión de mis hijos y al funcionamiento de nuestra entidad familiar santifique, ni por un momento, una actitud que es nefasta por su propia naturaleza porque está basada en el odio que su comportamiento hacia mí me provoca, y el odio no es nunca por sí mismo nada bondadoso.Pero, en realidad, quien ostenta el poder supremo en mi familia son los hijos, que han comprendido perfectamente la situación.Ellos saben, todavía mejor que yo, que lo que mi mujer impone en cuanto a nuestra relación con ellos es esencialmente injusto, porque es injusto que todo lo que yo hago, que todo lo que yo digo, que todo lo que yo pienso sea olímpicamente despreciado, combatido, porque ataca a fondo todas sus pretensiones, que no persiguen otra cosa que vivir de la mejor manera posible con el más mínimo esfuerzo.De modo que el poder omnímodo de mis hijos en mi familia tampoco es bueno, o, por lo menos, yo no veo su bondad por ningún sitio porque conduce directamente a una irresponsable anarquía que destruye las posibilidades reales de que todos vivamos mejor.Y todo esto se produce directamente contra mi poder, que se basa en ser yo la fuente no sólo primaria sino también única de la sostenibilidad de la familia. No ingresa en el pecunio familiar un sólo céntimo que no se deba a mis varias y antiguas actividades profesionales, pero esto, de una manera realmente increíble, no sólo no se admite ni reconoce por ellos sino que es precisamente el motivo de que se me combata a muerte.Entonces, en estas relaciones que se producen en mi entramado familiar, ¿dónde se halla ese poder bueno que admitía Foucault?Mi poder económico creo que ha resultado nefasto en cuanto ha contribuido directa y esencialmente a la propia degeneración de las situaciones personales y profesionales de mis hijos que, todos menos una, se hallan ahora sin empleo, viviendo a mis expensas, y el antiguo poder sexual de mi mujer, ahora, gracias a Dios, absolutamente inexistente, ha sido el motivo directo, la causa eficiente de todo este intrincado complejo de males que constituye parte no desdeñable de mi entorno familiar.De modo, querido y admirado maestro, que yo no veo por ninguna parte, dentro del ámbito que mejor conozco y creo que domino, el de mis relaciones familiares, dónde se halla encarnado ese poder bueno que v. admite.