VEN CONMIGO
Ven conmigo, mujer que me acompañas,
déjame que te llame con las voces
de todos los que a veces hemos sido.
Baja las escaleras de la noche,
despójate de tus cansadas ropas
y tócame la espalda como un ave,
señal de que empecemos. Es septiembre
en mi vientre enervado y memorioso,
y en las calles de la ciudad incógnita
somos una vez más recién llegados.
Ven conmigo, mujer sin abalorios,
quiero invitarte a trajinar el aire
según el método que ya es el nuestro
después de tantos años de comienzos.
Así hemos navegado otros lugares:
en este oficio de la extranjería
ya somos para siempre veteranos.
Salgamos a invadir estas aceras,
descalzos inventores de murmullos,
animales de paso, piel furtiva
alerta a las traiciones de la noche,
los párpados temblando como anuncios
de neón en los techos de la cuadra.
Nadie nos espera en ninguna calle,
ni hay bocas en el túnel que nos muerdan
los pasos despoblados, pero es cierto:
nos han seguido como sigue el tiempo
a los enfermos. (No es de sorprenderse,
porque la enfermedad sale de noche).
¿No sientes que nos miran? Yo lo siento.
Lancemos una sonda a la tristeza,
juguémonos la vida por un rato,
y que alguien pase a recoger los restos.
Los dioses derrotados ya se han ido.
En cambio tú, mujer, sigues conmigo:
cuidándome, celosa centinela,
con la grave fiereza de un suicida.
Permite que esta noche me refugie
en los cóncavos puertos de tus brazos,
orgulloso de miedo y de deseo,
o al menos que recuerde ese escondite
y me pierda contigo horas enteras
en la selva de los otros infernales,
sintiendo en los zapatos el asfalto
y en el brazo tu roce de metrónomo.
Juan Gabriel Vásquez, 1973