“Pelotón de fusilamiento en Irán” (Premio Pulitzer 1980), de Jahangir Razmi. [email protected]
La primera frase de Cien años de soledad casi me saca del libro para siempre. ¿Cómo es eso de que Aureliano Buendía, plantado frente al pelotón de fusilamiento, estaba pensando en el hielo? Vamos, no me jodas. ¿Y en la muerte? ¿En la nada? ¿El sueño eterno? ¿El túnel con la luz al fondo? Pues no, nada de eso. Al tipo estaban a punto de darle matarile y lo único que quería era mandarse un polo.
A menudo me pregunto si mi oposición a la pena de muerte no tendrá que ver con la convicción de que si me tocase sufrirla no sería capaz de aguantar la compostura. De vez en cuando me engaño y pienso que sostendría la mirada del sargento mientras bajaba el sable. Que le escupiría en la cara al verdugo y dejaría unas palabras para la historia. Ya saben, como aquello que se cuenta de Ramiro de Maeztu: “Ustedes no saben por qué me matan, pero yo sí sé por qué muero”. O ese grandioso consejo del Che, en la última carta a sus hijos: “Sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario”.
Qué va. Ni de coña. Seguro que me fallarían las piernas y tendrían que arrastrarme gimiendo hasta el patíbulo. El mundo está lleno de héroes anónimos, pero yo no soy uno de ellos.

Estábamos entre el carpaccio y el postre cuando me lo soltó de repente:
F: Te voy a explicar por qué he conseguido una plaza tan cerca de casa.
Yo: La verdad es que alguna vez ya me lo había preguntado.
F: Es que estoy enfermo. Una cosa bastante chunga. Hace un año que estoy diagnosticado de X. [Enfermedad neurodegenerativa incurable]
Yo: Vaya… Lo siento… [Largo silencio cobarde. ¿Lo ven?]
F: Nada, ya lo tengo asumido. Me ha pillado tarde y la doctora me ha dicho que con el tratamiento puedo vivir muchos años. De hecho, estoy bien. Mejor que bien, estoy de puta madre, porque ahora me cuido más. Y hasta el próximo achaque puede pasar bastante tiempo. Lo único es que estoy vendiendo la casa para mudarme a un bajo, porque dentro de unos años ya no podré subir escaleras.
Y siguió comiendo, con el mismo apetito de antes.
Quién me lo iba a decir, después de tantos años de conocerlo. Aquel adolescente desaliñado y enamoradizo del instituto. Un héroe anónimo de libro, rebañando el chocolate del brownie como si tal cosa. Y yo cada vez más encogido en la silla, ahogándome en el peso de mi propio silencio.
Con dos cojones, amigo. Con dos cojones y un palo.