I
Corría el año 1135 de Nuestro Señor, para ese entonces era yo el Hermano Boticario del venerado claustro que habitaba desde mi más tierna infancia. Me encontraba esa noche en la biblioteca de la Abadía, amparado bajo el calor de los cirios y extrayendo de entre los libros la fuente de sabiduría; pues Dios bondadoso y eterno, había dotado a mi joven entendimiento para comprender las verdades y los misterios de la vida y de la muerte, conociendo los remedios más eficaces para cumplir a cabalidad la misión de sanar todo tipo de dolencias del cuerpo y del alma.
Estaba tan ensimismado esa oscura noche en mi lectura, que no había percibido el vendaval que se acercaba poco a poco, por lo que un involuntario gritó de terror surgió de lo más profundo de mi ser, cuando una luz blanquecina iluminó la estancia, siguiéndole raudamente un estruendo aterrador. De pronto un borrascoso torrente de agua brotó del cielo con violencia, chocando sin piedad contra los cristales.
Como si la violencia de la lluvia fuese un preludio para dar cabida al espanto, inmediatamente mi entendimiento se transportó unos meses atrás y comencé a evocar una de las experiencias más extraordinarias que jamás viví.
- Hermano Boticario, debes prestar un servicio con la mayor discreción posible – me explicó el Padre Abad – partirás inmediatamente a la aldea y atenderás a los enfermos, buscando entre los mismos a una mujer a la que han acusado de hechicera, si es que aún los pobladores no la han quemado en la hoguera.
- ¿Cómo será posible ubicarla mi buen Padre?- atiné a decir procurando que mi voz y mis manos no temblaran tanto.
- Los aldeanos te la mostrarán – dijo el Abad.
- Y ¿qué hago una vez que la encuentre? – pregunté anticipando el horror de la respuesta.
- Mátala – susurró el Abad mientras su rostro se transformaba con una expresión de severidad que jamás le había visto al buen hombre.
Fue así como después del rezo de Sexta, preparé el jamelgo más resistente que encontré en las caballerizas y emprendí el camino hacia la infortunada aldea. La bestia galopó velozmente sobre el lodo del camino. Un paisaje sombrío parecía anunciar la temible desgracia que nos aguardaba. Cuando por fin llegué al poblado, lo primero que me impactó fue el silencio y la desolación que reinaban. Observé cómo donde hasta hacía poco florecía un alegre y colorido caserío, reinaba el desorden, el caos y destrucción.
El temporal impetuoso había azotado el lugar sin contemplación, derrumbando todo a su paso. Bajé de la montura y comencé a desenterrar furiosamente y con desespero, de en medio del lodo, lo que parecía la extremidad de una persona aún viva; por eso no vi venir el fuerte golpe que hirió mi cabeza y me hizo perder el conocimiento.
II
El calor de sol jugando perversa e insistentemente a derretir mis pestañas me hizo abrir los ojos, observando que el sol resplandecía por encima del devastado poblado. Un sonido que se me antojó lejanamente parecido a la lamentación de un animal herido, brotó de mi garganta. Intenté moverme pero descubrí que estaba atado reciamente al tronco de un árbol. De manera precaria logré recordar que había sido golpeado antes de perder el conocimiento y temí enfrentarme a algún horror, por lo que simulé estar dormido cuando escuché el ruido suave de unos pasos acercándose.
Empecé a escuchar lo que parecía una melodía casi susurrada, describirla no podría por más que lo intentase, pero era un sonido armónico y dulce que me hizo derramar algunas lágrimas. Y de pronto escuché esa voz cerca de mí, logrando que mi piel se erizara al impacto de su suavidad. Cuando intuí que la mujer enmudecía, enderecé mi torso y poco a poco subí la mirada, para encontrarme frente a frente con una adorable visión.
Al principio pensé que era un ángel que me había de conducir al cielo, pero me sentía tan vivo y la herida me escocía tanto, que concluí que yo no había muerto. Me habló con un acento extraño, que entendía sólo si ella me hablaba lentamente.
- Lamento lo del golpe, no tuve más remedio – me dijo mirándome fijamente a los ojos sin recato alguno.
- ¿Eres la hechicera? – le pregunté con una mezcla de espanto y de ternura – ¿Has matado a todos los pobladores y ahora vienes a por mi alma?
- No soy una hechicera – dijo esbozando una sonrisa algo triste – sólo soy una viajera que lamentablemente llegó muy tarde para intentar salvar algunas vidas. Y ya debo irme. El portal puede cerrarse.
- Llévame contigo – le dije en un rapto de locura y hechizado por sus grandes ojos negros.
Ella sonrió levemente, se acercó hasta mí y me acarició el cabello provocando un estremecimiento en todo mi cuerpo, a tal punto que comencé a llorar abiertamente, pues habiendo sido expósito y criado en el monasterio, nunca antes mujer alguna me había acariciado, ni siquiera tocado y tal vez por ello, esa dulzura intensa y hasta entonces desconocida, invadió todo mi ser.
- Déjame ir contigo – repetí en un susurro mientras sorbía mis propias lágrimas.
- No puedo – contestó ella casi como si lo hubiese pensado posible – podrías morir durante el viaje; me tienta la idea, pues sería extraordinario, pero no quiero ni puedo alterar tu realidad, buen monje.
Me di cuenta que mi hábito lleno de lodo no ocultaba a sus ojos quién era yo, e invadido aún por un descontrolado frenesí, contrariamente a los dictados de la santa pureza, intenté tocarla acercando mi cabeza a sus manos. Ella se quedó observándome con una hermosa sonrisa tallada en sus labios. Me aflojó levemente las ataduras, me miró con cierto desconsuelo, besó mi joven frente, acarició nuevamente mis cabellos, subió a la montura y se alejó del lugar sin mirar atrás.
Valga decir que todo esto hube de confesarlo al buen Abad, cuando éste gracias a su experiencia y a la fortaleza de la fe, leyó en mis ojos la perturbación que me había causado el encuentro cara a cara con la temible hechicera.
III
Transcurrieron más de cuarenta años de ese sorprendente episodio, la nieve ya cubría mis cabellos y su blanquecino tono provocaba gran estupor en quienes los veía por primera vez. Mis hermanos de religión bromeaban respecto de mi larga vida, pues resultaba muy extraño conocer a un anciano como lo era yo. Incluso conocí algunos legos que en su sencilla ignorancia bromeaban acerca de este humilde servidor, comentando que aún vivía porque en mi juventud había recibido el beso de una bruja. Qué cerca estaban de la verdad, aunque ellos en su inocencia lo ignoraban.
Y de pronto, la historia asombrosa volvió a repetirse ante mi espíritu atónito.
Una noche oscura en la que frías ráfagas de viento parecían querer destruir el monasterio, tocaron las pesadas aldabas de las puertas de la abadía. Era mi turno como hermano portero. Un aldeano solicitaba ayuda para atender a una extraña mujer moribunda. Me bastó ver como se persignaba el pobre hombre en medio de su nerviosismo, para que un escalofrío recorriera mi espalda, anticipándose al horror que se avecinaba.
Me fui con el hombre inmediatamente y cuando llegamos al poblado, mi hábito estaba ya totalmente empapado. Entramos a una cabaña solitaria, en medio del torrencial aguacero y nos recibieron los agudos gritos de una mujer agonizante. Me acerqué temiendo encontrarme con algún funesto espectáculo, pero nada me había preparado para ese momento en el cual mis ojos contemplaron con espanto ese hermoso rostro, el rostro lozano de la bruja que conocí en mis días de juventud. Pedí al aldeano y a su familia que nos dejaran solos.
Y entonces, tengo que confesarlo, limpié ese rostro ensangrentado, vendé sus heridas, le apliqué cataplasmas para aliviar el dolor y el fuego que parecía consumirlo. Planté un casto beso sobre esa frente y sobre los hermosos ojos con los que soñaba desde hacía más de cuarenta años, la acaricié con ternura, con locura, con dolor. Era ella, no había cambiado nada; mediante no sé qué hechizo demoniaco, permanecía exuberante aún, su piel lucía joven, mientras la mía se veía arrugadas.
Su cuerpo ardía y murmuraba frases confusas con ese extraño acento. Hice caso omiso al respeto por la intimidad de la misteriosa moribunda y como estaba ansioso por conocer sus secretos, acerqué mis oídos a sus labios.
IV
Cada frase que pronunciaba, me espantaba tanto como el semblante liso, carente de arrugas y las mismas manos tersas que me acariciaron años atrás.
Se ufanaba de haberlo vuelto a lograr, mencionó una frase incomprensible a la cual aún le doy vuelta por lo incoherente de su sentido: viaje en el tiempo. Batalló verbalmente con un sujeto llamado Peter que le pedía que no volviera y lanzaba terribles maldiciones contra un grupo de personas, que de acuerdo a lo que deduje, eran unos físicos y a los cuales reclamaba su incompetencia para hacer algo respecto a los portales y la máquina del tiempo. Habló durante mucho tiempo de cosas que mi mente no atinaba siquiera a imaginarse en qué consistían; mencionó lo que concluí eran componentes de hechizos infernales con nombres tan maléficos que aún me santiguo al recordarlos: agujeros gusanos, combustible cósmico, fotones, satélites, rosquilla gravitatoria, ordenador cuántico…
Si bien cada palabra que escuchaba me erizaba por completo el cuerpo, lo que más me estremeció fue escucharla decir que las otras vendrían a por ella, que la encontrarían y la ayudarían a regresar.
Las otras… no tardé en llegar a la conclusión de que las otras eran también hermosas brujas, que vendrían a arrasar con la aldea y con el monasterio. No podía perder tiempo embrujado bajo su dulce influjo, porque a partir de ese momento, la supervivencia de todos dependía de mí.
Con el corazón desgarrado de amor y de dolor, grité fuertemente las únicas palabras que atiné a recordar para exorcizar demonios: Ab insidiis diaboli, libera nos, Domine. Tomé el agua bendita y realicé aspersiones sobre su cuerpo, pero contrariamente a lo que esperaba, no hubo resultado alguno, pues ella seguía murmurando sus hechizos incomprensibles. Entonces salí fuera de la cabaña, alcé mis manos clamando el perdón del cielo, tomé una roca pesada y volví al lecho de la enferma.
Aplasté su rostro con fuerza. Lo dejé convertido en una masa sanguinolenta. Recé una oración por el descanso de su alma atormentada y quemé la cabaña. Sollocé por la mujer como nunca lo había hecho por nadie, ni siquiera por las llagas preciosas de Nuestro Redentor.
Lloré de amor y de agradecimiento, porque aquella tarde, cuando la vi por vez primera, fue capaz de perdonarme la vida y no me llevó consigo al maligno portal al que, en la inocencia de mi juventud, le pedí que me llevara.
Fin