En el tendedero, la ropa apergaminada y descolorida saluda a los curiosos por segundo mes consecutivo. Desde el rellano, un fétido perfume se distribuye con acierto por todo el edificio. Quizá ese payaso que la visitó dos meses atrás logró arrancarle una sonrisa a la viuda, piensa el portero, con dos dedos de frente, mientras friega la segunda escalera. Sus razonamientos van al espeso aire. Hace un par de meses que no se tropieza con ningún vecino. Pero no le preocupa. A él sólo le traen de cabeza las malditas huellas de zapatones que reaparecen a diario.
Texto: Beatriz Carilla Egido