Revista Opinión

El precio de la dignidad

Publicado el 04 enero 2019 por Manuelsegura @manuelsegura

El precio de la dignidad

Para José Saramago, la dignidad no era algo negociable ni moneda de cambio. Para el Nobel portugués, esta no tenía precio. Decía que cuando alguien comenzaba a dar pequeñas concesiones, al final, la vida perdía su sentido. Todos conocemos a nuestro alrededor casos de personas cercanas que atraviesan o han atravesado en su vida por pruebas en ese sentido. La decepción humana es comprensible cuando, por ejemplo, alguien considera no verse recompensado ante lo que hizo en el pasado por los demás, aunque esto no se trate de una siembra constante con la intención de recoger. Hay actitudes que ensalzan a las personas por su ética, sus convicciones y su rectitud moral. Lo sencillo es dejarse llevar por la corriente del conformismo, la obediencia y sacrificando los principios. Cuesta mantenerse a menudo en una posición coherente.

Guardo en mi memoria casos muy dispares en este sentido. Alguien dijo que el valor no consiste en la bilis, ni en la sangre, que en lo que consiste es en la dignidad. Aquello de que no es marchar por una carretera recta, sino por numerosos caminos que, como cantó el poeta, se hacen al andar. Un caminar siempre en contra de todo aquello que nos niegue la dignidad. Como mi admirado Rafael Chirbes sostenía, la dignidad era oponerse al mal y mantenerlo a la puerta de tu casa aunque fuera un minuto. Y que el que le abría las puertas al mal es el que vive y muere con indignidad.

Hay una anécdota que me contaron hace años sobre Perico Fernández, púgil zaragozano del que se han cumplido ya dos años de su muerte, que vivió su niñez en un hospicio, en la que no solo se conjuga la grandeza y miseria del boxeo sino la de la vida misma. Desde que un día de marzo de 1973 se proclamara campeón de España en su ciudad natal, pasando por Roma, donde en 1974 obtuvo el entorchado mundial de los superligeros ante Furuyama, hasta llegar a Bangkok en 1975 y, con gran decepción, caer derrotado por Muangsurin, la carrera de Perico fue vertiginosa. En su palmarés figuran 125 peleas, con 82 victorias, 47 de ellas antes del límite, 28 combates nulos y solo 15 derrotas.

Cuando en la década de los 80 las circunstancias lo retiraron del cuadrilátero, Perico Fernández se refugió en la pintura. Algún tiempo después lo conocería personalmente, una noche en la que nos presentaron en la zaragozana avenida de Cesáreo Alierta. Le dije que nunca olvidaría aquellas noches pegado al televisor en blanco y negro, viéndole asestar un crochet o un gancho tras otro a los rivales de turno. Me pareció un tipo digno. Vivía de lo que podía, él, de quien tantos vivieron.

Un día, alguien con buenas intenciones se dirigió al entonces alcalde de su ciudad, Antonio González Triviño, para proponerle que le buscara un empleo municipal. El primer edil lo llamó al despacho y le propuso ser conserje de un colegio. Perico, el mismo que una vez tumbó en la lona al estilista Joao Henrique en el que fue posiblemente el mejor combate de su carrera, le contestó impasible, henchido de dignidad y mirándole a los ojos: “Gracias, señor alcalde, pero para portero ya está Zubizarreta. Y se largó por donde llegó.

[‘La Verdad’ de Murcia. 4-1-2019]


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