En noviembre de 2013, Ricardo Bruno me hizo una larga entrevista. Nunca fue publicada. Mis respuestas, creo, conservan la misma validez y frescura que hace una década. ¿Por qué no publicarlas entonces por mi cuenta? Procedo entonces a dar a conocer estas respuestas en nueve episodios, porque no puedo pretender que nadie se trague las casi 7000 palabras que tiene este cuestionario. Este es el cuarto.
RB– Exilio o viaje de estudios, ¿qué fue lo tuyo? No te voy a preguntar si Alemania te eligió a vos, porque no creés en esas cosas. ¿Por qué elegiste Alemania? Ahora han pasado 10 años y estás instalado en el país y en sus costumbres y códigos. ¿Cómo fueron los primeros años?
JMS – En realidad no hace diez sino veinte años que resido en Alemania. La diferencia no es meramente anecdótica, pues significa que pronto será el igual el tiempo que viví en Argentina y el tiempo en Alemania. Y poco después será más. En realidad no considero que vivo en Alemania, sino en Europa: me muevo constantemente y tengo actividades profesionales en varios lugares (principalmente Londres, algo en Escandinavia y España). Y el universo virtual, digital, facilita la comunicación con amigos y la organización de actividades también en Argentina.
Técnicamente, lo mío no es exilio, en el sentido que en Argentina nadie me perseguía políticamente ni me fui huyendo de la mishiadura económica. Alegóricamente podría hablarse de exilio cultural, porque vine a Alemania no tanto a estudiar (aunque algo aprendí) sino a hacer carrera y poder vivir de la música. (Y, estéticamente, mi música no podría haber sido escrita por un argentino que se hubiera quedado en Argentina, ni por un alemán.)
Pero el problema del exilio no es la actividad profesional -la carrera- sino la vida. Y aquí comienza el conflicto. En lo externo: ya estoy harto, por un lado, de gente (alemana) que sigue preguntándome si no tengo nostalgia; y por el otro, de gente (argentina) que piensa que como estoy en Europa ya tengo la vida resuelta.
La verdad es que el precio del exilio es muy alto. Para empezar, como extranjero, nunca vas a tener soberanía. Y esto es válido para cualquier país, también para los extranjeros en Argentina. En la práctica, un extranjero tiene que ser cinco veces mejor que un nativo para conseguir el mismo trabajo. Si no, no va a ser aceptado socialmente, va a ser segregado. Se acepta a un cuerpo extraño sólo si es claramente positivo para el sistema.
Luego, los códigos culturales los sigo aprendiendo todo el tiempo. Un episodio simpático: aquí siempre me miran raro cuando me desayuno un sandwich de queso y mermelada. Bien, el otro día, recién después de veinte años de vivir aquí, me dí cuenta de por qué. Es como si nosotros los argentinos viéramos a alguien comiendo sardinas con helado. No mezclan lo dulce y lo salado. Nuestro famoso postre «queso y dulce», en Alemania, sería un vomitivo. El episodio es simpático e indoloro, pero sumá decenas de estas diferencias y vas a comprender por qué a veces siento que me miran como a un OVNI. Debo reconocer que también en Argentina me miran como OVNI, aunque por otras causas. En caso extremo, la diferencia -o el desconocimiento- de códigos culturales podría conducir a no poder integrarte. Atención: no estoy proponiendo la integración a toda costa: si hay un código cultural que va contra mis convicciones, no me siento moralmente obligado a aceptarlo. En Argentina un código que no me interesa aceptar es por ejemplo el pirateo de música u otros productos culturales (que en general no se considera éticamente reprochable, y a mí me revienta).
Pero hay mucho más que aprenderse códigos culturales foráneos, esto es sólo el comienzo, la cáscara, apenas un paso más allá que aprender el idioma. El precio del exilio tiene muchas formas, y ésta es la menos relevante. Otras formas son, por ejemplo, tener que enterarte por teléfono que murió tu padre y no poder llegar a tiempo ni al entierro, que va a ser al día siguiente. Otro handicap importante es no haber pasado tu infancia en el país de destino, y entonces no haber ido a la escuela con quienes, ahora, son los gerentes de una empresa que podría patrocinar tus actividades. Otra buena porción del precio del exilio es tener que aguantar comentarios venenosos de algunos colegas, que creen que como estás en Europa ya estás nadando en prestigio y dinero, aunque la verdad sea que tu empleador te renueva el contrato cada seis meses, y así desde hace más de diez años, para ahorrarse tus prestaciones sociales (antigüedad, aguinaldo, seguros, continuidad), y como tu empleador es el Estado no hay a quién reclamarle. Ah, y después te enterás de que quienes te envidian tiene un cargo fijo del cual no los pueden expulsar aunque maten a un alumno (irán presos, pero al salir conservan el cargo) – pero claro, el afortunado soy yo. Una variante son los compatriotas que dan por sentado que «ya no sos argentino» o «te olvidaste de cómo era acá» simplemente porque estuviste unos años afuera. En el fondo, te están desautorizando y te están expulsando; es una forma de venganza. ¿Qué más? Tener que responder cien veces a veredictos superficiales del estilo «¿los alemanes son fríos, no?» (antes explicaba, ahora respondo «sí» o «no» según si la fecha del día es par o impar) o tener que enfrentar inocentes preguntas como «¿nunca te dieron ganas de volver?»
Y esta pregunta en particular es superficial porque da igual responderla con sí o no: ambas serían mentira. Un símil ajedrecístico: uno comienza un partida, elige jugada tras jugada, y va descartando otros movimientos y planes. Tras cuarenta jugadas hay mucho irreversible, no hay tantas opciones abiertas como en los primeros movimientos, ya no se puede hacer cualquier cosa (sin forzar la posición y arriesgarse a perder la partida). Del mismo modo, las opciones vitales -aunque hayan sido meditadas, planificadas- te van llevando a una posición, a un lugar que era no totalmente previsible inicialmente, «en la jugada cinco». Podemos especular y llenar libros sobre cómo hubiera sido mi vida si hubiera tomado otras decisiones; no pasaría de ser un análisis en subjuntivo.
Concretamente, no me arrepiento ni de haberme ido ni de haberme quedado, fueron decisiones buenas y necesarias. Pero esto no significa automáticamente que todo sea color de rosa. En el fondo, un emigrado está permanentemente en una trampa mortal: ni en su país natal ni en su país de adopción va a ser aceptado al 100%. Y uno mismo se va a sentir incómodo en ambos países, por diferentes causas. Un emigrado vive en un limbo, pero un limbo muy definido, nada nebuloso. Esta también es parte del precio que hay que pagar. Lo he conversado con personas en mi misma situación o más extrema (por ejemplo recientemente con Mario Davidovsky, compositor argentino de casi 80 años de edad, y que lleva medio siglo en Estados Unidos). Uno en Europa extraña esto o aquello (y la nostalgia sí que tiene muchas formas); entonces viaja a Argentina y después de cuatro o cinco semanas ya no aguanta esto o aquello que no funciona pero que podría funcionar con muy poco esfuerzo (y que ni se te ocurra decir «pero esto se arregla fácil» porque te responden «no estamos en Europa» y así queda justificada toda ineficiencia). Entonces vuelta a Alemania y vuelta a añorar – sean personas, formas de diálogo, comidas o los adoquines. En síntesis: no hay solución, el exilio es un cortocircuito eterno.
Cuando la pregunta es «¿querés volver?», responder significa disparar una catarata de preguntas: «¿volver para hacer qué?» «¿Me vas a dar un trabajo decente?» «¿Y que pasa con los amigos que, mal que mal, hice en Alemania?» «¿Vengo con mi novia alemana? – porque entonces va a ser ella la exiliada, y qué va a pasar en un par de años?»
[ Juan María Solare, Bremen, noviembre de 2013 ]
Si llegaron hasta aquí, consideren escuchar mi música por ejemplo en Spotify.
