Revista Cuba

El Presidente Obama en Cuba: apuntes sobre una visita histórica

Publicado el 28 marzo 2016 por Yusnaby Pérez @yusnaby
Obama Cuba visita

Todavía no se disipa la estela del Air Force One en el cielo de La Habana y aún no salimos los cubanos del asombro. Un desenfadado “Qué bolá Cuba?…” lanzado personalmente a través de su cuenta Twitter @POTUS sorprendió a muchos, y ya dejaba entrever la tónica que deseaba imprimir a su visita el Presidente Barack Obama. Durante su primera noche en La Habana cenó junto a los suyos en una paladar, donde se tomó su sorbito de buen café cubano y dejó una sustanciosa propina –algo consecuente con su propósito de empoderar a la microempresa familiar– y más tarde consumó su visita a Pánfilo, previamente concertada durante una exclusiva conversación telefónica con el célebre jubilado desde la Casa Blanca; así cumplió su palabra y hasta participó en su partidita de dominó, guiños todos una de una clarísima y no disimulada lectura.

Nuestro visitante, llegó bien advertido de que Pánfilo ya ha devenido en todo un símbolo de nuestra más raigal humildad pero también, si se quiere, de nuestra más descarnada pobreza; sabía que al sentarse a la mesa del entrañable personaje de Silva también lo hacía en el hogar de cada cubano pobre –que al final somos prácticamente todos– y fue precisamente hacia esa pobreza a la cual, en un gesto de sublime simbolismo, tendió su mano sincera el Presidente Obama.

Sería difícil concebir un discurso más diáfano que el ofrecido por Obama desde al Gran Teatro de La Habana. Nuestro invitado se vistió de gala y brindó una clase magistral de alta diplomacia ante las narices mismas del dictador y los miembros de su plana mayor. Con un discurso modelo, digno de la mejor academia, con su alegato de razonables argumentos, que por reflexivos, contenidos y prudentes no dejaron de ser definitorios y sinceros, supo apelar a la sensibilidad del pueblo, pero también puso sin piedad el dedo sobre en centro de la llaga: habló de nuestra falta de libertades civiles, de las detenciones arbitrarias, de la falta de oportunidades; y todo sin grandilocuencias gratuitas, en un derroche de elegancia política que dejó apocado en su silla al octogenario general de la platea. Fue uno de esos discursos que antes de pronunciada su última palabra ya se han convertido en Historia.

Pero en su segura alocución no olvidó el Presidente aquella máxima del gran Mandela: el mensaje no debe dirigirse a la mente del hombre sino a su corazón. Si bien pudo llenar aquellos minutos de cifras concretas que evidencian con creces por qué no ha funcionado el modelo económico cubano y por qué no funcionará en el futuro, prefirió sin embargo enfocar cada palabra hacia el fin último de su visita: la reconciliación entre dos pueblos enconados durante demasiado tiempo, el perdón –que no el olvido– de las afrentas mutuas, el mirar hacia delante y dejar de esclavizarnos al pasado.

Dos ideas esenciales pudieran resumir su elegante discurso; la primera: “Cualquier cambio que venga dependerá del pueblo cubanoEl futuro de Cuba tiene que estar en las manos del pueblo cubano”; la segunda: “…incluso si se levantara el embargo mañana, los cubanos no se darían cuenta de su potencial sin una continuidad de los cambios aquí en Cuba…” Demostró así estar bien consciente de la envergadura de esta empresa que ambos pueblos tenemos por delante en el afán de reencontrarnos, y de las profundas heridas del pasado con sus inocultables cicatrices. Pero también habló de nuestro inmenso orgullo por esta patria que seguimos deseando libre, de nuestros más nobles valores, y enalteció con bellas frases el invicto sentimiento de familia, que sobrevivió a más de medio siglo de ruptura entre dos orillas opuestas y sin embargo tan cercanas.

Reconoció, en fin, que nadie conquistará por nosotros la libertad de Cuba: será únicamente nuestro propio sacrificio, nuestra constancia y entereza al exigir nuestros derechos la clave de esa libertad a conquistar –ojalá no sea así– derramando nuestra propia sangre y la de nadie más, para alcanzar al fin una victoria que nadie pueda escamotearnos.

Pero también fue meridiano el Presidente cuando sentenció que el embargo pudiera terminar hoy mismo, pero absolutamente nada cambiaría en Cuba de no cambiar la denigrante praxis de la dictadura. Se trata de una incontestable verdad: la prosperidad nunca llegará al pueblo cubano mientras un manojo de tiranos secuestre nuestra libertad para emprender nuevas empresas, para comerciar con eficacia el fruto de nuestro esfuerzo y para percibir salarios justos al margen de mecanismos extorsivos. Pero menos aún cambiará Cuba mientras los tiranos insistan en quebrantar impunemente nuestra libertad de pensamiento, prohibir arbitrariamente nuestro acceso a Internet, coartar nuestra voluntad de decretar leyes más justas, y continuar reprimiendo nuestro legítimo derecho a la libre asociación, a la libre reunión, a disentir y a la protestar pública y pacíficamente.

Pero la lectura entre líneas también nos llena de optimismo: esta Cuba soñada por los represores es incompatible con esa otra Cuba del futuro que se les viene encima, pues se trata de realidades antagónicas, y por un principio también físico, pero sobre todo dialéctico, estos dos países excluyentes no caben en el mismo espacio. Pudieran incluso coexistir durante un breve tiempo, pero al final la Cuba abierta, plural, democrática, sepultará naturalmente a la Cuba hermética, retrógrada y feudal de los tiranos.

La última jornada de la visita quedó matizada por un hecho ineludible. La reunión a puertas cerradas del Presidente con algunos de los más notables exponentes de la oposición cubana en la Embajada de Estados Unidos en La Habana que dejó un clarísimo mensaje: el irrespeto de la dictadura por los Derechos Humanos continuará siendo un tema priorizado en la agenda actual de conversaciones, un punto permanente en el tintero de la Casa Blanca. Reconfortante espaldarazo a una oposición que hasta ahora se ha sentido relegada injustamente de unas negociaciones que le atañen directamente por motivos obvios.

Mención aparte merece el agravio de Raúl Castro al no recibir personalmente al inquilino de la Casa Blanca. Ya la inoportuna visita de Nicolás Maduro apenas dos días antes de la llegada de Obama era premonitoria de la charranada por venir. Esta imprudente visita de Maduro fue una bravuconería innecesaria, una exquisita pieza de colección meritoria de un lugar de honor en el Salón de la Fama de las payasadas bananeras.

Pero si algo nos enseña la vida es que un dictador siempre puede superarse en su soberbia. Haber faltado a la terminal del aeropuerto José Martí –la joya de esta corona– fue la mayor torpeza política cometida por Raúl Castro durante toda su vida. La ausencia del Jefe de Estado cubano en el recibimiento de Barack Obama es algo inexplicable a la luz de cualquier análisis y una ofensa según las más elementales normas del protocolo –y hasta de la educación formal, diría yo– algo inentendible aun cuando así estuviera concertado, excepto en caso de haberse tratado de una solicitud expresa de la parte visitante.

Haber enviado al aeropuerto en su lugar a Rodríguez Parrilla –un ministro gris, tan carente de carisma que no merece ni siquiera ser cargabates de Industriales– fue una grosería suprema desde todos los puntos de vista; fue un gesto tan carente de ética, de lícitos motivos y hasta de lógica, que desconcierta por su estupidez. Esa lluviosa tarde de domingo Raúl Castro, no sólo faltó a su deber como Jefe de Gobierno en funciones –y hasta como caballero– sino que faltó inexplicablemente al encuentro más importante de su vida: esa tarde Raúl Castro faltó a su cita con la Historia.

Esa notoria ausencia, junto a la vulgar descortesía del General interrumpiendo el espontáneo gesto de abrazo de Obama al final de la conferencia de prensa, serán momentos Kodak que se perpetuarán durante mucho tiempo en la memoria de millones de cubanos, gústele a quien le guste y pésele a quien le pese.

Sólo le aconsejaría al General que reestructure a su cuerpo de asesores, y arreste específicamente a quien le aconsejó tal desacierto –con seguridad agente de la CIA– pues únicamente así pudo sugerirle tan lerdo desatino, de un costo político que tal vez él mismo no sea capaz de calibrar. Pero siempre me preguntaré ¿qué otra diligencia debió hacer el General esa tarde más importante que recibir al Presidente Obama, con todas las profundas implicaciones de su visita? ¿Acaso no tenía conciencia el General del trascendental simbolismo de ese momento, llamado a consagrar una nueva era de relaciones hemisféricas? ¿O estaría demasiado ocupado ordenando las cientos de detenciones arbitrarias perpetradas ese día contra manifestantes pacíficos? ¿Acaso no se ocupa ya de eso en General Fernández Godín? En cualquier caso yo, como millones de cubanos, sentí esa tarde una vergüenza ajena por alguien que no la merecía.

Pero si hubiera que extraer una sola conclusión de la que puede considerarse ya la visita del siglo, es que el régimen cubano no está dispuesto de momento a abandonar su farsa, su diatriba de mentiras. Por eso debe quedar bien clara también una verdad contrapuesta: Cuba tiene que cambiar, no porque lo pida Obama a cambio del cese del embargo, no porque lo pida la Unión Europea a cambio del levantamiento de su posición común; Cuba tiene que cambiar porque lo necesita y lo exige el pueblo cubano y punto. Este denigrante régimen ha demostrado con creces que no puede ofrecer ya nada nuevo al futuro de la patria.

Cuando en Air Force One sobrevoló en retirada el cielo de La Habana dejaba detrás a una dictadura todavía aturdida por las verdades tan brillantemente expuestas por Obama, a un clan de déspotas que ya ordenó a sus papagayos repetir su eterna perorata para intentar, en vano, minimizar el innegable impacto de su visita. Pero dejó también a un pueblo que lucha por desperezarse lentamente de su larga pesadilla y espera sacudirse algún día a los tiranos. Atrás queda la pobreza de Pánfilo, junto a muchos otros como él, que deambulan por las calles vendiendo su maní o revendiendo diarios, rumiando el dolor, la frustración y el desengaño propios de las causas perdidas.

Pero el pueblo cubano, más temprano que tarde, sabrá encontrar la clave para emanciparse de las bestias. Nadie lo dude: mañana, cuando se desaten estas ansias de libertad durante tanto tiempo contenidas quedará el mundo sorprendido y se hablará entonces del milagro cubano. “En los Estados Unidos, tenemos un claro monumento a lo que el pueblo cubano es capaz de construir: se llama Miami…”, advirtió para la posteridad el Presidente Obama. Con ese mismo espíritu, con toda esa potencial pujanza de millones de sus hijos dentro y fuera de la isla cuenta la patria para reconquistar por asalto su futuro. Sobre esta próspera Cuba del mañana mi certeza es absoluta; Dios me la susurra todos los días al oído.

Por Jeovanny Jiménez en Ciudadano Cero

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