<<Dejó que las palabras fluyeran a través de sus ojos,
cerré los míos y, entonces, me besó>>.
Durante mucho tiempo me creía capaz de ser la dueña de todos mis sentimientos, pero, a medida que pasa el tiempo, me fui dando cuenta de que eso ya no lo podría controlar. A medida que avanzaban los años yo avanzaba con ellos, pero no hacia delante, sino hacia atrás. Parecía como si pasara el tiempo sobre mi piel, sobre mis huesos, pero mi cabeza, mi dichosa memoria, retrocediera cual reloj de arena a punto de acabar.
No son muchos los recuerdos que me puedo permitir abarcar, pero me gusta, de vez en cuando, juntar mis temblorosas manos y dejar que el sol de la ventana del salón acaricie mi vieja tez, madurada por los años, cerrar los ojos y recordar vagamente la mujer que fui, mi infancia, mi niñez adorada, cualquier imagen que me provoque una sonrisa de aquellos tiempos lejanos que, ahora, difícilmente consigo evocar.
Hay días en los que despierto sin saber dónde estoy. Eso me provoca una terrible angustia vital que es difícil de controlar. Nada en el mundo estremece más que la pérdida del control y del sentido de la orientación. Por desgracia, esos episodios son tan asiduos que ya casi es costumbre andar a ciegas, sin rumbo ni norte, por las paredes de esta triste habitación. No recuerdo cómo llegué aquí, ni siquiera si me trajeron; a veces olvido si tengo hijos, hermanos, marido, pero luego aparecen caras en mi mente que no logro asociar, y nombres, Julián, Teresa o Natalia, que me hacen sentir que hay alguien; y los pocos sentimientos que me acompañan que me hacen vagamente recordar que me quieren, que me siento acompañada en esta soledad y que alguna vez, con alguien, fui feliz.
Aprovechando estos momentos de lucidez de mi terrible mente, quería dejar por escrito la única cosa que jamás olvidaré, por mucho que pasaran los años, por mucho que esta indigna enfermedad me consuma lentamente, jamás podré desprenderme de su recuerdo, y por mucho que los años barran la puerta del olvido hay cosas que jamás se olvidan, como una mirada o un simple “te quiero”…
Tenía la mirada del verde de un bosque, intensa, como cuando más te adentras en él. Era hermoso, moreno, fuerte, se notaba que trabajaba en el aserradero del pueblo, cargando grandes troncos de leña. Sus manos ásperas, ajadas por la madera, no impedían que irradiara belleza por cada poro de su piel. Era listo, inteligente, llevaba casi siempre en el bolsillo de su chaqueta una de esas novelas que a los jóvenes nos gustaba leer en aquella época. Le conocí por casualidad. Mi padre iba una vez por semana al aserradero, se encargaba de las cuentas, pedidos, etc., como favor personal. Era íntimo del Señor Antonio, y ahí pasaban las horas revisando facturas, pedidos, albaranes, etc.; yo mientras me dedicaba a buscarles material, organizar los libros de cuentas y pasear, cuando se alargaban las horas entre aquella botella de anís del mono que parecía no tener fin.
Aquella tarde de abril hacía calor, la recuerdo vagamente, pero sé que llevaba coleta. No soportaba que el pelo rozara mis hombros y ponerme a sudar. Llevaba mi vestido blanco con flores rosas muy pequeñitas, heredado de mi hermana mayor. Aburrida de oírles hablar de números, salí a pasear por el aserradero. Era tarde y ya habían salido todos los trabajadores, todos menos Manuel. Él limpiaba la máquina de serrar y se quedaba siempre el último organizándolo todo. Aquella tarde estaba especialmente apuesto, sudado, lleno de grasa y, a mí, me pareció un adonis. Su pelo alborotado alborotaba mis sentidos cual quinceañera. Jamás me arrepentiré de haberme acercado a saludar. Llevábamos meses mirándonos, comiéndonos con aquellos ojos, sucumbía a su sonrisa cada vez que se cruzaba con la mía… Jamás falté a mi cita de los miércoles en aquel aserradero.
Duró solamente un instante, nos miramos apenas dos minutos, pero me pareció una eternidad. Mientras él se acercaba a mí, yo notaba mis pies clavados en el suelo, temblorosa no sabía qué decir; me tomó la mano y me acercó sigilosa hacia el interior de la caseta donde estaban las herramientas que cuidadosamente limpiaba. Yo, presa del pánico, la emoción y el temor de aquella situación tan deseada en mis sueños, apenas balbuceaba palabra. Tomó mi mano con la suya, áspera y delicada a la vez, puso la otra en mi barbilla alzando mi cabeza, me miró a los ojos, y creí perderme. Me acercó a su pecho por mi cintura y noté cómo su boca buscaba la mía lentamente y, yo, me dejé llevar. Agarré sus fuertes brazos y por fin su boca acarició a la mía fundiéndonos en un apasionado beso que estremeció hasta mi alma. Un beso tan deseado, húmedo y apasionado que jamás nadie pudiera superar. Juntos en una misma persona nos deshicimos fogosamente, piel con piel, en aquella caseta donde mi cuerpo, mi alma, mi yo, fueron suyos y no solamente en ese momento; aquel recuerdo me acompañó a lo largo de toda mi vida. Mi primer beso, mi primera vez, mi primer amor.
Después de aquella dulce y calurosa tarde de abril, jamás le volví a ver, jamás supo mi alma de aquel beso, de aquella primera vez. Desde entonces mi piel no hacía nada más que envejecer aferrada en su recuerdo, le buscaba en cada mirada, en cada sonrisa, pero jamás pude encontrar aquella manera de hablar que tenían aquellos ojos.
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