Me acuerdo que iba muy tranquilo, sin embargo a mi lado, otros camaradas de edad y estatura iban berreando como cosacos, lo que, no debo esconder, produjo en mí ciertas ínfulas de superioridad. Para que iba a llorar, si en eso que llamaban colegio, iban a estar mis hermanos mayores. "El Paco y el Antonio van a estar allí", dijo mi madre literal, así que a mí, plin. El caso es que al llegar a la susodicha clase, me encuentro a un montón de maromos de mi edad, sentados en pupitres y a una mujer con un cuerpo de niña de doce años y una frondosa melena de rizos que ocupaba media clase, la cual me preguntó: "¿Cómo te llamas?" "Carlos", respondí. "Muy bien Carlitos, siéntate donde veas un hueco". Un momento..., despacico (pensé entonces). "¿Dónde están er Paco y el Antonio?" Le respondí en forma de pregunta, a lo que ella me respondió con la misma cara de un albañil, trabajando en un andamio del Empire State, al que se le ha caído la fiambrera al vacío, con lo que volví a mirar en todas las direcciones habidas y por haber, buscando a los mellizos (mis hermanos) y al no encontrar visionado satisfactorio, empecé a mirar de soslayo la puerta de salida, a la par que pensé, "me la han jugado bien". Así que, con la ceja levantada y las mismas fracciones que Robert de Niro en Los Intocables de Eliot Ness y tras observar a la profe (se llamaba señorita Natalia),con el ceño fruncido y los músculos en tensión, me deslicé camino a la puerta, tan rápido como pude, pero fui sujetado por el abrazo del oso de la diminuta profesora (cómo podía tener tanta fuerza), mientras yo pataleaba y berreaba (ahora comprendía a mis colegas), y como última escapatoria al lance, me agarré todo lo fuerte que pude a su generosa pelambrera, tirando a la vez que me dejaba caer, creyéndo ser tarzán de los monos, aunque no se podía distinguir bien quién de los dos imitaba mejor sus gritos. De esta aventura quedaron dos consecuencias: mis hermanos estaban en sexto y por lo tanto, ni de coña les iba a ver el pelo en clase y dos, la señorita Natalia se cortó radical el pelo y nunca volvió a resurgir en ella semejante pelambre. Por cierto, siempre fue mi profesora preferida.