Revista Filosofía
Después de tanta instrucción y recomendación, veteranos o novicios, no queda más que estar frente a nuestros alumnos, cara a cara, como el torero ante la bravura del animal o el amante frente a la servidumbre de los cuerpos desnudos. ¿De qué nos sirvió la obligada lectura de las instrucciones de comienzo de curso? ¿Acaso decretos y órdenes sirven de muletas en el hielo resbaladizo y el ardor del estreno? ¿Acaso las últimas oposiciones nos dirán qué hacer en el instante en que atravesamos el umbral de las aulas numeradas? Nos preguntamos para nosotros, y seguimos haciéndolo, mientras vemos las miradas ávidas de quienes tenemos enfrente. Ávidas de conocimiento y sensibles a él, quizá expectantes de signos de humanidad y reconocimiento. ¿Pues no anhelamos también en ese primer día un signo donde apoyarnos y subirnos a sus hombros? ¿No anhelamos también en aquel primer día algo de familiaridad con que aliviar nuestra soledad y acallar nuestros demonios? Un poco de calor, aunque sea en la proximidad de su voz, o de sus pasos, que se acercaban a nosotros desde aquel otro mundo adulto. Y así nos hicimos, como ellos lo serán.