La vida es incomprensible. Demasiadas veces suceden cosas que no queríamos que sucedieran y que no somos capaces de entender. Incluso nosotros mismos nos comportamos de manera extraña con más frecuencia de la que nos gustaría. Queremos tenerlo todo controlado, ser dueños de nuestros actos y de nuestras palabras y de repente un buen día decimos o hacemos algo inconveniente que termina teniendo consecuencias devastadoras.
Y para colmo, resulta que si lo analizamos fríamente, al final no era para tanto pero se mezclaron varios factores que lo hicieron más explosivo que una bomba. Y todo sin que seamos capaces de mostrar ni el más mínimo control sobre lo que está sucediendo. Algo así es lo que pasa en muchas peleas de pareja o de familia, se nos va de las manos y caemos derrotados víctimas de la absurda e incomprensible incapacidad de empatizar que todos tenemos. Porque nos creemos muy súper poderosos y pensamos que somos el ombligo del mundo, pero a la hora de ponernos en la piel del otro qué poquitas veces acertamos.
Es como si ponernos en la piel del otro nos diese asco, o vergüenza, o todo junto porque vemos nuestras miserias reflejadas con toda su intensidad, como en una suerte de espejo diabólico que nos devuelve una imagen limpia y clara de lo que somos. De otra forma no se entiende que no seamos capaces de hacer algo tan sencillo y que tantos problemas nos evitaría como practicar la empatía.
Luego, como en todo, hay gente más propensa que otra a la hora de meterse en líos insospechados. Yo, por ejemplo, tengo un imán y suelo decir y hacer cosas que, sin yo saberlo, resulta que son mortíferas y terminan haciendo un daño que jamás hubiese deseado. La víctima suele ser la familia porque, en este caso, mi chica ya está vacunada contra mí y sabe lidiar con mis comentarios fuera de lugar, pero la familia me conoce menos y les suele pillar por sorpresa.
Por supuesto que no es excusa ni atenuante, pero yo soy el primer herido en estas escaramuzas. A la noche siguiente no puedo dormir pensando en que debería haberme callado y no haber dicho tal o cual estupidez. Lo bueno es que no me cuesta reconocerlo y suelo ser rápido a la hora de pedir disculpas y lo malo es que algún día se cansarán de mí y de mis disculpas que, por repetidas, ya no serán válidas ni aceptables.