Alexander Stanhope, hijo del primer conde Chesterfield, estuvo destinado en la embajada inglesa en Madrid durante la última década del siglo XVII y fue el que escribió este relato. Este primer motín fue debido a la escasez de pan e iba dirigido contra el Primer Ministro, el conde de Oropesa[1].
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El primer motín que hubo en Madrid cuando ya era capital (1669)
Al Señor Secretario del Estado británico (1697-1702), James Vernon[2]:
Estando ayer el Corregidor, don Francisco de Vargas y Lezama hacia las siete de la mañana en la Plaza Mayor, se acercó a él un clérigo que se quejó de la gran escasez de pan, y lo mismo hizo una pobre mujer, a quien contestó con gran imprudencia que podían dar gracias a Dios de que no se hubiera doblado su precio, aunque ahora volvería a ir tan caro como de costumbre. A la mujer en particular, que se lamentaba de la carga que representaban muchos hijos, le replicó, chanceándose, que la culpa la tenía ella por dejar que su marido le hiciera tantos. Al oír esto, ella le lanzó al rostro una pareja de pichones que llevaba en la mano, tildándole de “cornudo” y “ladrón”, y de inmediato la chusma comenzó a perseguirle y a tirarle piedras, y desde luego le hubiera dado muerte se no ser porque él escapó a uña de caballo y se guareció en la casa de ayuntamiento, resultando solo con la cabeza rota. La chusma avanzó con enorme algazara gritando todo el rato:
– ¡Viva el Rey y muera el conde de Oropesa, el Almirante[3] y el Corregidor!
Con esos gritos entraron en los patios del Palacio hasta los aposentos del Rey voceando:
– ¡Pan! ¡Pan! y ¡Queremos a Ronquillo[4] por Corregidor!
Al oír el alboroto, el Monarca preguntó que ocurría, y primero se le respondió que eran tan solo unos cuantos haraganes, pero al incrementarse el desorden y siendo imposible disimular por más tiempo la cuestión, le dijeron que era un tumulto del pueblo en la Plaza Mayor, que quería pan y acudía gritando a Su Majestad para que le pusiera remedio. El Rey ordenó al conde de Benavente[5] que saliera a darles algunas monedas para aplacarlos; éste, habiéndolo intentado en vano, regresó junto a Su Majestad diciendo que nada los acallaría, sino que don Francisco Ronquillo tornase a ser su Corregidor como fue tres o cuatro años antes, cuando habían tenido el pan necesario y nada les había faltado. El Rey miró por la ventana, y al ver que cada vez se juntaba más gente, mandó que de inmediato Ronquillo jurara el cargo de Corregidor. El conde de Benavente salió en seguida a buscarlo y lo llevó hasta el Consejo Real de Castilla rodeado de la multitud que gritaba:
– ¡Viva Ronquillo!
El Consejo se dio prisa en despachar el acto al oír la triste nueva de que una parte de las turbas estaba incendiando la casa del conde de Oropesa, y de que, si Ronquillo no aparecía sin demora, no habría modo de salvar el edificio. Ronquillo salió ya investido como Corregidor, con su vara en la mano, y montando a caballo abandonó el Palacio acompañado de la muchedumbre que no cesaba de gritar:
– ¡Viva el Rey! ¡Viva Ronquillo!
Si bien con esta maniobra se aplacó un tanto su furia, los manifestantes pronto empezaron de nuevo a arrancar las rejas de hierro que protegían las ventanas, consiguiendo derribar unas cuantas; varios de ellos se precipitaron dentro, desprovistos de armas, como casi todos, y los criados del conde, según se cree, los mataron a todos y se dice que echaron los cuerpos a un pozo, pues esa gente no ha vuelto a aparecer. Luego los criados aseguraron puertas y ventanas dispararon sobre la chusma matando a cinco o seis, uno de ellos un Alférez reformado cuyo cadáver recogieron sus compañeros y lo llevaron de inmediato al Palacio. Consiguieron llegar hasta lo alto de la escalera que conduce a los aposentos del Rey antes de que los detuvieran mientras gritaban:
– ¡Justicia, Justicia!
Pidieron las cabezas del conde de Oropesa y del Almirante. En medio de esta confusión, el Santísimo fue sacado de varias iglesias en procesiones formadas por todas las órdenes de frailes, portando crucifijos en las manos, y en cada ventana se colocó un crucifijo como medida de seguridad para las casas. Estos objetos sagrados tranquilizaron momentáneamente a la gente que, sin embargo, continuó reunida en el mismo lugar.
Entonces Ronquillo, con ánimo de dividirlos y alejarlos, le dijo:
– Hijos, vayamos a Palacio y yo intercederé ante el Rey para que os perdone.
Más de 5.000 le siguieron, y toda esa chusma entró en el gran patio del Palacio hasta debajo de la ventana del Rey y volvió a rugir como antes:
– ¡Viva el Rey, Muera Oropesa! ¡Que salga el Rey! ¡Que salga el Rey!
Al oír aquel ruido, la Reina[6] se asomó a la ventana y les dijo:
– Hijos, el Rey duerme.
A lo que la chusma contestó iracunda:
– No nos lo creemos, no son horas de dormir[7].
Por fin la Reina, viendo que se obstinaban en ver al Rey se retiró llorando de la ventana y llamó Su Majestad, quien, saludándolos con el sombrero y con la inclinación más profunda que jamás hiciera, dijo:
– Hijos míos, he dado al Corregidor las órdenes que deseáis, con plenas facultades para hacer todo cuanto pueda contentaros.
Al mismo tiempo se dirigió al Corregidor diciendo:
– Y vos, don Francisco Ronquillo, os otorgo plenas facultades para hacer o deshacer cuanto sea preciso para el bienestar de mis súbditos.
El pueblo replicó que quería el perdón de Su Majestad y que no se le castigara por aquel tumulto, el Rey respondió:
– Os perdono, y no seréis castigados ahora ni más tarde, pongo a Dios por testigo.
Mientras tanto agitaba un pañuelo blanco, después de lo cual les saludó como antes con el sombrero y se retiró de la ventana…
El conde de Oropesa, que cuando su casa fue invadida, estaba en cama aquejado de un ataque de gota, halló medio de escapar disfrazado con un hábito de monje al convento del Rosario, y también huyeron su esposa e hijos a través de la pared de otra casa; pero antes de que estuvieran prestos para salir, la chusma se agolpó con tal ímpetu alrededor de su casa que parecía probable que irrumpiera en su interior, y ésta es la excusa que, según he oído, han dado para justificar los disparos que mataron al Alférez y a los demás.
Todo el Consejo Real de Castilla y muchos de los Grandes de España permanecieron toda la noche en Palacio. El Almirante, al oír las primeras señales de tumulto, salió de su casa en un carruaje modesto tirado por dos mulas y con las cortinas echadas, tomó un camino privado hasta el Palacio; sin embargo, algunos lo reconocieron y le saludaron llamándole “gallina” y “traidor”, y diciéndole que, al día siguiente, cuando hubieran acabado con Oropesa, seguramente le harían una visita.
El Cardenal de Toledo, Luis Fernández de Bocanegra, se hallaba en esta ciudad, y el de Córdoba, que era un hombre muy inexperto en las cosas del mundo, se metió entre la chusma dirigiéndole insultos y amenazas cuando más exaltada estaba, de modo que empezaron a empujarle de uno a otro lado hasta que un grupo de clérigos y frailes pudo llegar hasta él y liberarlo.
Esta mañana del 29 de abril todo parecía tranquilo alrededor de la casa del conde, aunque a lo largo del día se han venido observando grupitos de gente reunidos en varios lugares, y he oído que el cuerpo de albañiles, carpinteros y carroceros comenta con ira la muerte de varios de sus amigos y miembros de la hermandad, ocurrida en el día de ayer, cosa que nos hace temer que esta noche se reanuden los desórdenes callejeros.
Pero este remedio violento ya les ha procurado cierto alivio, y es que una hogaza de pan de dos libras, que ayer costaba 14 cuartos, hoy se vende a diez cuartos la libra.
Autor: José Alberto Cepas Palanca para revistadehistoria.es
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THOMAS, Hugh. Antología de Madrid.
[1] Manuel Álvarez de Portugal, conde de Oropesa (1664-1707), fue un Ministro muy impopular en el Gobierno del Rey Carlos II.
[2] James Vernon, fue secretario de Estado británico de 1697 a 1702.
[3] El Almirante Juan Tomás Enríquez de Cabrera fue el último de la familia Enríquez que ostentó ese cargo.
[4] Francisco Ronquillo Briceño (1644-1717) fue un noble, militar y hombre de estado que desempeñó diversos puestos de relevancia al servicio de Carlos II y de Felipe V. Fue un Corregidor apreciado por el pueblo.
[5] Antonio Pimentel de Quiñones, XIII conde de Benavente.
[6] Mariana de Neoburgo.
[7] En otros relatos se afirma que respondieron: ¡Ya ha mucho que duerme y conviene que despierte!, aludiendo con ello a su negligencia en el Gobierno.
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