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"Primos y primates": El primo Pepito.
Capítulo 2
Pero no nos perdamos en rodeos y volvamos al primo Pepito, verdadero protagonista de esta crónica.
Que no se nos olvide reseñar un dato importante: y es que el primo Pepito era altísimo. Lo mismo medía 1,65 o más; lo cual, para el canon familiar de tres cabezas y media, lo convertían casi casi en un pívot de baloncesto. Junto con su estatura, la barba en punta le confería un aspecto atractivo a su cara de judío fino. En alguna ocasión su novia, la Conchi (ya hablaremos de ella), intentó convencerlo para que se afeitase; pero que nones. El primo y su barba fueron inseparables hasta el final.
En cualquier caso, el alto aprecio que sentíamos por el primo Pepito surgió de manera indirecta para nosotros y sin que él, por supuesto, lo hiciera con intención. Queremos decir, que tras meditarlo largamente y sopesar pros y contras, el primo Pepito decidió marcharse a trabajar a Suiza. Aquello produjo una enorme inquietud en su madre, en su hermana y en la Conchi. Incluso en nuestra casa, la decisión del primo de seguir la estela de tantos otros significó la desazón de lo aventurado. En cambio, para nosotros lo de Suiza representó un notición fabuloso, ya que de inmediato, nuestro estatus en el colegio mejoró de forma considerable dado el prestigio que confería entre los niños el tener un familiar cercano trabajando en el extranjero.
De acuerdo que en nuestro caso, el familiar era un primo hermano y no nuestro padre —algo que hubiera sido ya la repera— pero el parentesco era suficiente para llenar de envidia a los compañeros de la clase y permitir igualarnos con el Barrera y con el Manolín Ramade. Se comprende nuestra alegría desde el momento en que nos veíamos propietarios de juguetes y objetos maravillosos llegados de la Europa civilizada y moderna, como así ocurría con el Manolín, que tenía al padre trabajando en Alemania y desde allí le mandaba impresionantes cajas de lápices de colores y pantalones cortos de cuero, de estilo bávaro, con peto, de los que entraban ganas de cantar a gorgoritos nada más verlos; y unos anoraks de una belleza inverosímil. Lo mismo ocurría con el Barrera y sus juguetes eléctricos y sus equipaciones futbolísticas llegadas de Austria —que es donde se fue a trabajar un hermano suyo— con las que vestía de continuo. Por eso, cuando los mayores le hacían la obligada pregunta de:
—Niño, ¿tú de qué equipo eres? ¿palangana o verderón?
El Barrera contestaba con toda seriedad:
—No señor, yo soy del Rápid de Viena F. C.
Se entiende ahora nuestra felicidad cuando después de largos meses recibimos en Navidad los primeros regalos desde Suiza, los que nos permitieron igualarnos a los afortunados de la clase. Se trataba de unos gorritos con borlón en los que se silueteaba la figura de un perro San Bernardo.
¡Qué suerte tuvimos con el primo! Sí, mucha suerte, porque nada de aquello hubiera sucedido caso de haberse marchado a Barcelona, que era el destino más común para los que salían a buscarse la vida (“Barcelona” englobaba a Cataluña completa, y daba igual que el currelo estuviera en el Ampurdán o en la Seo de Urgell). En términos migratorios, irse a Barcelona era como jugar en Segunda División, una emigración de baja prosapia tanto por la cercanía geográfica como porque lo que se podía traer de allí era parecido a lo que teníamos nosotros. A fuerza de aparecer en la tele, hasta Peret y Mary Santpere y Mario Beut y Nuria Feliú eran como cosa nuestra.
Sí. Mucha gente del barrio se marchó a Barcelona y cuando volvían para pasar unos días en el verano, estragados por las lentitudes soviéticas de aquellos trenes, llegaban muy presumidos y señoritos, contando de Igualada o de Hospitalet, maravillas propias de un Marco Polo. Nos daba mucha envidia el Quico de la Pepa, que había sido nuestro amigo de toda la vida, contándonos que en Esplugas de Llobregat, donde vivía, los niños podían conducir coches y que su padre, que era taxista, le iba a comprar uno. El Quico fumaba a escondidas y hacía empequeñecernos con sus fabulaciones, pues mientras nosotros íbamos al colegio, él trabajaba repartiendo leche con un triciclo de verdad. Imaginarnos dueños de un triciclo de aquellos por las calles de Barcelona, nos llenaba de placer y a la vez, nos frustraba por lo inalcanzable del deseo. Qué magnífico hubiera sido dejar de estudiar y, como el Quico, repartir leche con la completa libertad de un triciclo veloz. El Quico, mientras hablaba, escupía por entre las paletas enseñando un poco la lengua con una frecuencia de ofidio. Nos decía entre salivilla y salivilla:
—¿A que no sabéis cómo se dice “cierra la puerta” en catalán?
—No.
—Pues se dice “tancá la pó”.
—Ah.
—¿Y “cuarenta”?
—Tampoco.
—Pues “cuarén”.
El Quico y su familia siguieron volviendo cada verano, hasta que un año dejaron de aparecer. Fue cuando su hermana mayor se presentó con sus dos gemelos recién nacidos, niño y niña, llamados como sucedía habitualmente, Jordi y Montse, en un intento de adaptación al medio por simbiosis bautismal. Pero esto, como decimos, sucedió después. Antes, las crónicas del Quico dejaron de importarnos desde el momento de saber al primo Pepito en Suiza, un lugar donde las maravillas eran mayores, pues allí hasta las vacas eran de color malva.
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