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El primo Pepito (Capítulo 3. Final)

Publicado el 05 mayo 2011 por Sap
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El primo Pepito (Capítulo 3. Final)
"Primos y primates": El primo Pepito.
Capítulo 3 (Final)
Algo que ahora nos parece curioso, es que nunca supimos exactamente en qué trabajaba el primo Pepito. Cierto que como niños tampoco recabamos tal información pues nos conformábamos con los rumores que lo hacían tornero o fresador o algo así. Cuando volvió un año para casarse con la Conchi —el mismo año que nos trajo el avión de la TWA dirigido por un cable y al que se le encendían unas luces rojas en los reactores y hacía el ruido del despegue y del aterrizaje— el año que volvió por la Conchi, decimos, comentó que había hecho unos cursos de mecánica que le habían servido para mejorar su posición. Lo cierto es que tras la boda, el nuevo matrimonio volvió a Suiza y se instaló en una de aquellas poblaciones de postal. La Conchi —esto sí lo sabemos con certeza— se empleó en una fábrica textil donde se confeccionaba ropa interior de señora, por lo que las mujeres de la familia se vieron pronto ampliamente surtidas de combinaciones, bragas y sostenes, que por su vistosidad y calidad —y en palabras de la abuela— hubieran merecido llevarse puestas por fuera para chinchar a las vecinas. A la colección de lencería hubimos de unir en sucesivas entregas, objetos que hicieron de nuestra casa un verdadero museo del kitsch más ortodoxo. No nos faltó el ineludible reloj de cuco al que el abuelo trabucó el péndulo y los contrapesos para hacer aparecer el pajarito cada dos minutos, ni el barómetro con forma de casita de una Selva Negra descolocada que hacía salir por su puerta a una sonriente señorita vestida de Blancanieves o a un señor de negro con paraguas. También chocolates Toblerone de tamaño colosal y un cacharro para hacer foundies con su mechero y sus accesorios y que sólo utilizamos una vez ante la chorrada que nos pareció lo de mojar pan pinchado allí dentro.
Mas ¿qué es la vida sino una ininterrumpida sucesión de pompas de jabón que por un momento ascienden, irísanse en el éter y de pronto ¡pop! se van a tomar por saco? Pues en una de estas pompas de existencia efímera puede resumirse la aventura del primo Pepito en las tierras helvéticas, ya que al tiempo, le sobrevinieron a la Conchi unos ataques de melancolía y añoranza, no sólo por su familia y su ciudad sino por los bocadillos de chorizo y el ruido de las calles, que con la paciencia que mostrara una hormiga para derribar una secuoya del Canadá a base de mordisquearle las raíces, consiguió que el primo consintiera en la vuelta, ayudando sus lloriqueos con el hecho de estar embarazada. Es así querámoslo o no: La mujer no es sólo esa extraordinaria criatura a la que le pirra reventar granos y despachurrar espinillas de novios o esposos, sino que en situaciones adversas —como las que acontecieron en la Conchi— sabe quedarse estratégicamente preñada y hace perentoria la necesidad de estar al lado de su mamá.
Nuestro sueño terminó por tanto cuando el primo Pepito empleó los ahorros suizos en dos billetes de avión y en comprarse un piso bien acondicionado aunque tan lejano de nuestro barrio que nuestras relaciones se resintieron. De hecho, una de las últimas veces que se produjo una reunión de carácter tribal casi al completo, fue con motivo del bautizo de su hija, la pequeña a la que no sabemos por qué extraño débito familiar de la Conchi, pusieron por nombre Ciriaca…
Sí, Ciriaca; con todas su sílabas y letras. Una pena, pues con este nombre, en vez de sostener en brazos a una recién nacida parece que cargamos con un trozo de intestino entre mantillas. El primo Pepito y una cariacontecida Conchi, debieron resignarse a la reacción de los que se acercaban a la niña cumpliendo con las reglas sociales:
— ¡Es preciosa! ¡qué ojos, qué carita más linda! ¿Cómo se llama esta ricura?
— Ciriaca.
Entonces es cuando venía el pasito para atrás de los interesados, como si en vez del nombre, hubieran confesado los papás que la niña era leprosa. Arrepentidos de hacer cargar a la criatura con tan pesado baldón, el matrimonio comenzó a disimular el despropósito con las veladuras del eufemismo, y fue así que resolvieron llamar a la nena con el término neutro de Cira. Una solución pasajera, puesto que la primita —ya crecida— fue víctima en el colegio de las más lacerantes puyas, pues no en vano se había estrenado con enorme éxito en aquellos años la película “El planeta de los simios” y, ¡oh, casualidad!, la chimpancé protagonista se llamaba justamente así: Cira. Para contrarrestar el escarnio que la niña sufría a costa de su nombre y el de la mona, redujeron aún más el apodo hasta dejarlo en Ciri, lo que por otra parte lo llenaba de misterio pues para un extraño a la familia lo de Ciri, lo mismo provenía de Ciriaca como de Cirila, que no se sabe qué es peor. (Para zanjar el tema, apuntaremos que la otrora niña consiguió cambiarse el nombre en el Registro Civil y convertirse en una mujer bellísima a pesar de todo).
Imaginamos lo dura que debió ser la readaptación del primo Pepito a su vuelta. Hasta el simple hecho de resolver crucigramas en el autobús que lo llevaba aquí al nuevo trabajo, debió representar una dura prueba para superar la nostalgia, pues ¡cuántas veces cruzó el río Aar, que pasaba al lado de su casita de cuento! El trueque de los prados verdes y las montañas azules por nuestro desbarajuste urbano y nuestro calorazo bereber, tuvo que ser tan brutal que el primo Pepito quedó marcado para siempre por algo muy habitual entre los que regresaban del extranjero, esto es, por la rémora de la referencia continua al mundo perdido. Hasta los más nimios detalles daban pie a una comparación, a veladas censuras que siempre comenzaban con un “Pues en Suiza…”, “Pues en el lago Leman…”, “Pues en los Alpes…”, etc. que les llevaban incluso —y aquí metemos a la Conchi— a corregir algunos extremos de los dibujitos de Heidi. Era un coñazo, la verdad.
Para ir acabando anotaremos que a su regreso, el primo Pepito se colocó en una factoría dedicada a las aceitunas de mesa con un puesto de operario en el proceso de deshuesado y relleno de las mismas, algo que nos parecía un tanto ridículo en comparación con las labores de ingeniería punta que habría desempeñado en Suiza. De repente, en nuestra despensa, los magníficos chocolates se vieron sustituidos por cantidades ingentes de olivas rellenas de anchoa o de pimiento morrón. Tan drástico cambio no nos agradó demasiado, por mucho que nuestro primo se empeñase en cantar las delicias de sus encurtidos y dar cifras de producción a troche y moche, ponderando el hecho de que nuestra ciudad y provincia era la mayor exportadora mundial de aceituna de mesa. Sería por eso que para consolarnos, nos gustaba imaginar que cuando en las películas de James Bond aparecía James Bond tomando uno de sus martinis con vodka (shaken, not stirred), la aceituna que acompañaba la bebida había pasado por las manos deshuesadoras del primo Pepito. Y si no era la aceituna de Bond sería otra, la que pinchada en un palillo, una actriz entregada a las más pérfidas maquinaciones, hacía dar vueltas en la copa de cóctel con la mirada perdida.
Desde luego que las aceitunas no fueron determinantes; pero el caso es que sin quererlo llegó el paulatino desapego, los contactos se hicieron con el tiempo más espaciados y breves, inmersos todos en este torrente tan raro, tan extraño y divergente que es el vivir. La última vez que vimos al primo Pepito —siempre cariñoso y sonriente— debió ser por el 80, poco antes de morir su hermana. Después, como ya contamos, la de la guadaña le dio unos inmisericordes toquecitos en el hombro para que la acompañase y se lo llevó. Luego, y como hace siempre la muy cerda, lo hizo habitar en la mudez de las tres o cuatro fotografías que conservamos, las mismas que tenemos que consultar ahora si queremos recordar cómo era la cara del primo, la que nos resulta cada vez más remota, cada vez más gris en el blanco y negro de la cartulina, cada vez más desvaída en el color de la memoria.
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