el principio de pareto
En 1906, un ingeniero italiano devenido economista cuyo nombre era Vilfredo Pareto hizo un descubrimiento sorprendente: el 80% de la tierra en Italia estaba en manos del 20% de la población. Pareto estudió los patrones de propiedad de tierras en otros países y encontró que se aplicaba la misma relación. También descubrió que la relación parecía aplicarse en otros contextos: por ejemplo, el 20% de las vainas de arvejas de su jardín producían el 80% de las arvejas.
En los años 40, un ingeniero estadounidense llamado Joseph Juran observó que el 80% de los problemas de calidad en los sistemas industriales de producción en serie parecían provenir de 20% de las posibles causas. Se topó entonces con el trabajo de Pareto y bautizó la relación 80/20 con el nombre de Principio de Pareto en su honor. Así nació una de las reglas generales canónicas de la consultoría empresarial.
El Principio de Pareto resultó ser, en realidad, un caso especial de un fenómeno más general, concretamente del hecho de que en muchos ámbitos de la vida no existe el caso típico o promedio. Esto perturba porque estamos programados culturalmente para pensar en términos de promedios. Por caso, si hacemos un gráfico de la distribución de las alturas de una cantidad significativa de hombres o mujeres, obtendremos algo que parece una curva de campana, centrada en la altura promedio, con muy pocos enanos y aun menos gente de más de 2,40 m de altura. Tan familiar es este estado de cosas que lo llamamos la distribución “normal”.
El problema es que esta distribución normal es extremadamente inusual en muchas áreas de la vida. Las poblaciones de ciudades, las magnitudes de terremotos, los cráteres lunares y las llamaradas solares –por citar apenas cuatro ejemplos – no tienen una distribución normal. Tampoco los tamaños de los archivos informáticos, las frecuencias de las palabras en los libros, la cantidad de trabajos escritos por los científicos, las visitas a páginas web, los enlaces externos a websites, las ventas de libros y discos o los ingresos anuales de las personas.
De hecho, cuanto más se la mira, más infrecuente parece la distribución normal. En su lugar, vemos la distribución de la que el Principio de Pareto es un ejemplo especial: un pequeño número de personas/sitios/palabras/etc. representa la mayor parte de la acción, con una “larga cola” que obtiene muy poco de ella. Así, en lugar de que la mayoría de los sitios web tenga una cantidad “promedio” de enlaces entrantes de otros sitios, un número muy reducido de sitios (los Googles, Facebooks y Amazons de este mundo) cuenta con cantidades descomunales de enlaces, mientras que millones de sitios tienen que arreglárselas con apenas unos pocos.
Los matemáticos denominan a esta clase de patrón una distribución “de ley de potencias” –utilizando el término potencia en su sentido matemático–, lo cual resulta deliciosamente irónico dado que una distribución de ley de potencias en realidad describe una situación en la que unos pocos tienen casi todos los “chiches” disponibles mientras que la mayoría no tiene casi ninguno. Una ley de potencias, en otras palabras, en el sentido Mitt Romney del término.
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Como dijo Clay Shirky en una ocasión: “En los sistemas en que muchas personas son libres para elegir entre distintas opciones, un pequeño subgrupo del total obtendrá una cantidad desproporcionada de tráfico (o atención o ingreso), aun si no hay miembros del sistema que estén trabajando activamente en pos de ese resultado. Esto no tiene nada que ver con una debilidad moral, una traición u otra explicación psicológica. El acto mismo de elegir, si se extiende lo suficiente y es suficientemente libre, crea una distribución de ley de potencias”.
Aquí es donde las interpretaciones políticas y matemáticas de “potencia” se funden en una. Cuando los blogs se volvieron moneda corriente en los 90, fueron muchos los que especularon con que la red expandiría lo que Jürgen Habermas denominó “esfera pública”, es decir “un área de la vida social donde los individuos pueden encontrarse para discutir libremente e identificar problemas sociales, y a través de esa discusión influir sobre la acción política”.
Con la consolidación implacable de la propiedad de los medios de comunicación en manos de conglomerados gigantescos, la esfera pública se había reducido ininterrumpidamente en los tiempos de la posguerra, con implicancias preocupantes para la democracia liberal. Parecía una certeza absoluta que una tecnología que permitiese que cualquier persona se convirtiera en un editor mundial sin tener que doblegarse ante los “guardianes” editoriales cambiaría las cosas para mejor. Quince años después, aún hay motivos para el optimismo, pero sólo si podemos encontrar un modo de superar la tiranía de las leyes de potencias.
“Historia de la desigualdad”
JOHN NAUGHTON
Traducción de SUSANA MANGHI
(ñ, 06.03.13)