Revista Opinión

El principio del fin I

Publicado el 02 junio 2020 por Eowyndecamelot

El principio del fin I

Barcelona, primavera de 1300

Cristophe sacó la cabeza por la puerta de la taberna, miró a un lado, después al otro, por último al frente, y volvió a la mesa que compartía conmigo.

–Sin amenazas visibles –anunció–. Creo que por esta vez hemos conseguido despistarle –se sirvió una generosa porción de la jarra de vino que se hallaba en el centro de la mesa. Yo ya había hecho los honores al sabroso caldo, pero volví a dejar que me calentara el estómago, mientras meneaba la cabeza, contrariada.

–Nunca comprenderé a ese hombre. Aniquila mis esperanzas, me mantiene casi prisionera y, por si fuera poco, ¡me prohíbe beber! –expresé mi indignación mientras mi compañero me miraba con algo de prevención, como si estuviera intentando decirme algo que no me gustaría oír. Y yo sabía exactamente de qué se trataba–. Anda, suéltalo –concedí, al final.

Cruzó los gigantescos brazos sobre la mesa, acercando su cabeza a la mía.

–En parte le comprendo. Guillaume no hace más que intentar cuidar de ti. Se siente responsable de que al final no hayas ido a Bolonia. Y no quiere que te conviertas en el típico ex soldado loco y alcoholizado. Yo sé bien lo que es eso.

Hice una mueva libación, tras invertir unos segundos en decidir si era mejor aquello, o bien dar un buen puñetazo en la mesa.

–Se siente responsable porque lo es, cojones. Te necesitamos, te necesitamos –le remedé burlonamente–. ¿Cómo podría irme con ese cargo de conciencia? Joder, aquí donde me ves, y desgraciadamente, yo también tengo mi corazoncito, y ellos lo saben y se aprovechan. Es lo mismo que pasó con Bernard. Quieren tenerme siempre a mano, como si les resultara imprescindible. Y no tengo ni idea de por qué.

El de Troyes pareció reflexionar.

–Eres buena. Eres muy buena. Tenerte al lado en una refriega o en una intriga es una garantía de que tal vez, en esa ocasión, no vayas a morir. Y aguantas como nadie las miserias de esta asquerosa profesión nuestra.

Solté una corta carcajada. Si él supiera…

–La procesión va por dentro –le aseguré–. Que no grite por las noches no significa que no tenga pesadillas. Y ¿serviría de algo ir por ahí llorando y haciéndome la mártir? Yo he elegido esto. En la guerra o en la paz, la vida es una mierda, hay más guerra en la paz que guerra en la guerra, y la guerra es lo único que sé hacer. Además, el hecho de que yo esté en una batalla, y no otra persona en mi lugar, garantizará que al menos haya alguien que se comporte lo más noblemente posible, que no siempre es mucho. No soy ninguna heroína, pero a veces hasta tengo principios –admití, a regañadientes–. No sé si me gusta tenerlos, no sé si me sirven ni si me benefician, pero ahí están.

Guardé silencio. Acababa de hacer la confesión más larga que había hecho en mi vida. Quizá tenía razón Guillaume y el exceso de vino estaba comenzando a afectarme. Cristophe me miró seriamente, y asintió, sin añadir nada más al respecto. No era necesario. Después de una pausa, continuó con el tema anterior.

–Además, Guillaume es una especie de mamá oca. Le gusta tener cerca a los suyos, arropados bajo su ala. Sobre todo cuando prevé el peligro. Y hace tiempo que actúa como si lo previera. Si hemos de confiar en su criterio, no parece que se avecinen los mejores tiempos.

Yo asentí.

–Hace años que los templarios se sienten amenazados. Pero desde que empezó el nuevo siglo… no sé… es como si algo, algo más que lo que ya sabemos, planeara sobre nuestras cabezas. Sí, lo has expresado bien. No parece que se avecinen los mejores tiempos.

Los dos bebimos en silencio durante unos segundos. No nos gustaba lo que estábamos pensando. Después, Cristophe retomó el tema secundario.

Hay algo más. Tengo la sensación de que Guillaume sabe algo de ti que no sabemos los demás. A veces te mira como si conociera un secreto que no comparte con nadie, o tal vez sólo con el tal Bernard. No sé, es algo que pienso. A veces se me ocurren cosas así.

Exhalé lentamente el aire contenido durante las palabras de ex capitán de la guardia jerosolimitana.

–Tienes imaginación, como tu paisano Chrétien. Pero… es curioso –contesté–. A veces yo tengo esa sensación también. Aparte de que, cuando empecé a trabajar para los templarios, Bernard se esforzó demasiado en reclutarme. Y por muy buena que sea en lo mío, que por mucho que digas no lo soy tanto, lo considero exagerado. Pero no hay ningún misterio en mi vida. Te lo puedo asegurar.

–Excepto aquello del señor de tus tierras que invirtió más de diez años en perseguirte cuando te escapaste de tu casa –me recordó él.

–Pero sobre esa cuestión tanto Bernard como Guillaume están tan ignorantes como yo. Y creo que sólo se debió a un orgullo desaforado. O tal vez a mis numerosos encantos femeninos –reí con ganas.

–Que son considerables –me alabó el siempre gentil Cristophe. Yo me sabía fea como un pecado de excomunión, mas no quise discutir–. Pero ni el más fin’amors –continuó– explica la obsesión de aquel malnacido.

–Quizá no haya nada que explicar. Estaba completamente trastornado. Tal vez me adjudicó un papel de símbolo. De símbolo de la rebelión contra su poder, de su propia estima. Si me cazaba, vencía y se reivindicaba. Si no… bien, es igual. Acabemos esto. Mucho me temo que se nos está haciendo tarde, y en breve comienza tu guardia. Y mañana yo te relevo. Ay, qué poco dura el tiempo de asueto.

Ambos apuramos nuestros vasos, y nos dispusimos a salir La brisa salada del mar soplaba cerca de la taberna y ella, unida al corto paseo hasta el palacio real, acabó de despejar los escasos efluvios alcohólicos que habían tenido tiempo de nublar nuestra mente. El trabajo nos esperaba. La nueva misión de la mesnada dirigida por Guillaume y formada por Cristophe, Roberto y yo (Yannick seguía con su entrenamiento en la encomeinda de Palau), era informar a los hermanos de Barcelona, ahora dirigida por frey Pere, de cualquier persona o delegación que visitara la Corte. Para ello, nos habían ayudado a infiltrarnos en la guardia de palacio real. Era una de las tantas tareas que veníamos realizando desde que llegamos a Barcelona desde Tierra Santa, a las órdenes de aquella cúpula templaria en la sombra llamada el Grupo de los Ocho. Vamos, que había vuelto a mis orígenes, ahora que ya estábamos seguros de que la conjura contra los templarios era una realidad. Sólo quedaba por ver si Blanca era en verdad el enlace con el rey francés, o si en realidad no existía participación francesa, sólo el interés familiar y el afán de venganza de una mujer que nunca había estado muy centrada, y que seguro ya debía de haberse vuelto completamente loca.

El único problema es que nuestros jefes se negaban a comunicarnos la razón por la que ahora era necesario controlar las visitas al rey, cuando el bretón ya se ocupaba de mantener vigilada a Blanca. Todo llegará, contestaba el anciano comendador a nuestros requerimientos de información. Pero yo no estaba nada satisfecha de la situación y, al ritmo de mis pensamientos, iba negando con la cabeza al mismo tiempo que caminaba.

–Está bien, Eowyn, ¿qué te preocupa? –me preguntó por fin Cristophe, cansado de soportar mi mutismo y mi actitud enfurruñada.

Yo fruncí el ceño más todavía.

Pues que no dejo de pensar en nuestra situación actual. Sabes que me gusta recibir toda la información sobre lo que me ordenan. Si no, es difícil tomar buenas decisiones si las cosas se complican.

Cristophe no parecía estar de acuerdo conmigo.

–Somos soldados, amiga mía. No deberíamos discutir las órdenes. Tengo fe en Guillaume y en frey Pere, y estimo que deben de tener sus razones para mantenernos ignorantes. Creo que es mejor que no te calientas la cabeza y te metas en más líos. Ya sé que no estás contenta con lo de Bolonia, pero tienes casa, comida, salario…

–Eso si quieres llamar salario a la miseria que nos entregan esos tacaños… –gruñí yo.

–… y buenos compañeros –siguió él, sin hacerme caso–. Aprovecha, y relájate ahora que puedes. Quizá en el futuro las cosas vengan mal dadas.

–Por eso mismo –disentí–. Si las cosas vienen mal dadas, me gustaría contar con más información. Además, está el asunto de Roberto. Mientras La Armenia siga suelta, está amenazado –él gesticuló y yo, adelantándome a sus objeciones, continué–. Lo sé. Sé que estaba arrepentida. Pero no me sentiré tranquila hasta haberla encontrado.

Cristophe me apretó el hombro.

–No te preocupes. A Roberto no le pasará nada. Ese hombre es una auténtica fuerza de la naturaleza, y ahora ya nada le va a coger por sorpresa. Y creo, sinceramente, que debemos confiar en Guillaume. Es bueno tener criterio propio y no ir a la lucha como corderitos al matarife. Pero a veces debemos ponernos en manos de nuestros líderes; no todos son unos incompetentes. Y, sinceramente, creo que estamos en una de esas ocasiones.

Asentí, a regañadientes. Guillaume era un buen segundo de a bordo, y de la sabiduría de frey Pere no albergaba la más mínima duda. Pero, no sé por qué, sentía que los más negros augurios se cernían sobre nosotros, como si, en aquella nueva era, algo mucho más grande que todos hubiera dado comienzo. Y como si, aquello de lo se tratara, no fuera a parar hasta transformar completamente el mundo tal y como lo conocíamos. Y no precisamente para mejor.

En aquellas escasamente halagüeñas reflexiones me hallaba, cuando mi compañero las interrumpió.

–En realidad, y volviendo a lo que decías antes, sí que hay un misterio en tu vida. Una vez, en la taberna, Guillaume me comentó que conoces acontecimientos que están por llegar. ¿Qué hay de verdad en todo eso? Porque estoy convencido de que el tiempo de los milagros murió con Jesucristo.

Me sorprendieron sus palabras. La verdad, hacía tiempo que no le daba importancia al hecho. Tragué saliva.

–Uf… no es exactamente eso –dije, intentando encontrar la forma de explicarlo.

–¿Entonces?

Hice una larga pausa antes de contestar.

–Probablemente todo sea fruto de mi mente inquieta. No tiene importancia. Ya hablaremos de ello otro día.

Habíamos subido por la calle de los plateros, y ahora estábamos cerca del Palacio Real, concretamente al lado de la Cort del Veguer. Cristophe me indicó con un gesto que me detuviera, se sentó sobre un bordillo y me indicó con un gesto que hiciera lo propio. Me resigné: conociéndole, no iba a dejarme en paz hasta que se lo comentara. Maldito Guillaume y su lengua suelta… Me acomodé a su lado, sin mirarlo.

–Todo comenzó hace casi 10 años, antes de Acre –conseguí–. Me perseguía mi sempiterno enemigo, y me refugié en la cabaña de una mujer a la que tildaban de bruja en su aldea. Más por hacer tiempo, con la esperanza de que a mis perseguidores no se les ocurriera registrar una casa de tan mala reputación, me tomé un bebedizo que me ofreció, a cambio de aligerar considerablemente mi bolsa, sin pensar que pudiera afectarme. Entonces caí en un extraño sueño. En él me vi en otro mundo… que en realidad era éste. Se trataba de un pueblo cercano a Barcelona, al lado del mar, que yo conocía, pero todo era demasiado diferente. Los edificios eran altos, muy distintos, y ocupaban todo el espacio disponible. Por todas partes aparecían máquinas extrañas que hacían todo lo que solemos hacer las personas y los animales, e incluso cosas que no hubiéramos imaginado nunca. Dijeron que era el siglo XXI. Allí yo era una mujer triste y obligada a trabajar mucho por poco dinero, pero con muchos deseos de luchar por mejorar un mundo que, tras un tiempo, me cercioré que, en esencia, no había cambiado tanto. Después, me desperté, en el mismo lugar donde me quedé dormida y con el peligro ya pasado, sabiendo todo en general del momento que había vivido, pero sin recordar ningún detalle concreto de los acontecimientos que nos esperan hasta llegar hasta allí. A partir de ahí, en un par de instantes peligrosos de mi vida, volví a notar aquel ya tan conocido sopor y me vi de nuevo transportada a aquel tiempo, donde también la vida iba pasando, al igual que transcurre la nuestra. Mientras tanto, aquí esperaba mi cuerpo, tan aletargado como un cadáver, lo que me evitó morir a manos de los mamelucos en Acre, por ejemplo, aunque debo reconocer que Bernard me puso a salvo en aquella ocasión. Luego decidí que, por mi honor y mi dignidad, tenía que enfrentarme a mi suerte sin ayuda, y aprendí a controlar aquellas, por decirlo de alguna manera, fugas. Ahora sólo voy allí algunas noches. Aprovecho para poner por escrito algunas de mis vicisitudes, porque allí es más fácil, y hago otras cosas que creo que debo hacer. No siempre es agradable. A pesar de todas las facilidades que aportan las máquinas, y a que se curan muchas enfermedades, no se vive mejor que aquí.

Cristophe no habló hasta pasados varios segundos.

–Vaya –comenzó–. Si llego a saber esto te digo que me cuentes tu historia en la taberna. Ahora necesito un vaso de vino. O cuatro.

–Es una reacción habitual –acordé yo.

–Te dije que creía que los milagros habían terminado con la muerte de nuestro señor Jesucristo. Pero también creo en ti. Y creo que lo que me cuentas es real. Por lo menos para ti. Tienes que darme más detalles.

–Lo haré –contesté–, pero no hoy. Tu guardia empieza en breve. Vamos. Es mejor que no llegues tarde.

Él asintió y ambos nos levantamos y nos dirigimos a nuestro destino. La noche caía sobre la ciudad, y ya sólo a unos pocos despistados se veían por las calles, volviendo a sus casas entre las pardas sombras que arrojaban las teas de luz anaranjada que portaban. Las escasas pisadas sobre las empedradas calles de Barcelona resonaban como disparos de trabuquetes destruyendo una muralla.

–Pero no es por eso por lo que Bernard te contrató –Cristophe seguía dándole vueltas a lo de mi supuesto misterio–. Como tú bien dices, no te sirve de nada conocer un tiempo futuro, porque luego no puedes retener lo que aprendes allí. Ha de ser algo más. Algo más que tu pericia con la espada y esa extraña historia.

Yo iba a abrir la boca para contestarle. Pero algo me lo impidió.

De repente, sentí una tela áspera apretándose sobre mi boca y, al mismo tiempo y como consecuencia, se hizo ante mí la oscuridad más absoluta. Por lo que parecía, me habían colocado un saco sobre la cabeza. Creo que grité, más de sorpresa que de pánico, y también oí jurar a Cristophe a mi lado:

–Pero ¿qué demo…?

Antes de que pudiera acabar su frase, noté como alguien, o mejor, alguienes, por lo que pude distinguir hombres no especialmente escuchimizados ni débiles, me sujetaron fuertemente por los brazos y trababan mis piernas con las suyas. Por las exclamaciones de mi compañero comprendí que se encontraba en una tesitura similar a la mía. Entonces, diversos golpes estallaron contra mí. Contra mi cara, mi pecho, mi estómago… No podía soltarme de mis captores ni defenderme, y los cabezazos que lancé no parecían acertar más que en el aire. No sé si si tuve tiempo de gritar. Sólo escuchaba las exclamaciones y las retahílas de creativos juramentos de Cristophe a mi lado. En algún momento, el dolor me hizo desmayarme momentáneamente, y entonces los hombres que me sujetaban optaron por arrojarme al suelo de espaldas, y empezaron a lloverme patadas, mientras intentaba incorporarme, sin conseguirlo. Cristophe aullaba enloquecido y yo encomendaba mi alma a los dioses en los que no creía.

–¡Ah de la calle! ¿Qué diablos estás haciendo?

Una luz, que entonces me pareció cegadora, y que en realidad sólo eran unas teas que asomaron por la esquina del muro del palacio, me deslumbraron. Oí la conocida voz de Roberto, mientras, de pronto, los golpes cesaron tan repentinamente como habían comenzado. Escuché cómo las pisadas de mis atacantes se alejaban rápidamente por un callejuela pero, aunque pude quitarme el saco, ya no alcancé a verlos.

–¡Perseguidlos! –ordenó Roberto a los guardias que le acompañaban. Se arrodilló a mi lado, Cristophe se colocó al otro, y ambos me ayudaron a incorporarme. Debíamos de parecer un puto pesebre viviente, joder.

–Eowyn… por el amor de Dios… ¿qué te han hecho? –a Roberto le temblaba la voz. Cristophe no era capaz de pronunciar palabra. Vaya pinta que debía de tener.

Les tranquilicé con un gesto, y a continuación me toqué la cara y la cabeza, así como los hombros y el pecho. No parecía tener heridas sangrantes, aunque evidentemente mi cara debía de asemejarse a un tomate aplastado. Y a la mañana siguiente habría evolucionado hacia el puré de verduras de todos los colores.

–Estoy bien, estoy bien –me apresuré a afirmar–. La persona que me golpeó no era precisamente Sansón ni Hércules. Lo peor han sido las patadas en la espalda. Pero afortunadamente has llegado a tiempo. Sólo necesito un poco de ayuda, y creo que podre caminar perfectamente –apoyándome en ellos, me levanté. Me dolían los riñones como si me hubiera caído encima un fraile bien cebado, pero no creía que fuera nada grave, y eso sólo por citar una parte del cuerpo–. ¿Tú cómo estás? – le pregunté a Cristophe, que parecía entero.

Mi compañero estaba completamente desconcertado.

–No me golpearme. Se limitaron a sujetarme. Eran cuatro hombres, por lo menos, y fuertes como un toro. Te oía gritar y no podía ayudarte, me cago en… –encolerizado, Cristophe le dio un puñetazo a la pared más cercana, lo que le ocasionó un dolor que no le había producido el ataque.

–Hijos de Satanás… Probablemente querían… ya sabes –Roberto, y su exagerado pudor de templario de raza–. Menos mal que oímos el escándalo –en aquel momento, los hombres de la guardia del palacio real regresaron con las manos vacías y expresión de impotencia.

–Roberto, ¿crees que vestida de esta guisa realmente parezco una mujer? –señalé mis atavíos masculinos, aunque mi melena había escapado de la crespina que la ocultaba y ahora se derramaba por todas partes, alborotada y enredada–. Además, quien me conoce sabe que es mejor no tomarse libertades conmigo que yo no desee que se tomen. No, no era placer lo que buscaban esta noche en mí, puedo asegurarlo, al menos no del tipo que piensas. Pero ya está bien. Tenéis que hacer el cambio de guardia, y yo me voy a mi casa. Ya he tenido suficiente por hoy.

–No pensarás que vamos a dejarte sola… –dijo Cristophe, mientras Roberto le secundaba.

–No seáis idiotas. Mi casa está a dos puertas de aquí. Podéis vigilarme desde aquí mientras llego si os hace sentir mejor. Aunque, joder, no necesito amas de cría.

Les despedí con un gesto de la mano y me acerqué a mi puerta. Abrí, y antes de entrar, volví a despedirme de ellos con otro ademán, al que ambos contestaron. Aunque no soy prudente por naturaleza, en aquella ocasión me cercioré de que el acceso quedara bien cerrado. Lo que había sucedido no auguraba nada bueno.

–¿Eowyn?

Allí, a la luz tenue del hogar y cerca de la cama, de pie, me esperaba Guillaume. Vestía sólo con una túnica sencilla.

–Has venido –dije.

–Sí. Como siempre.

Últimamente, era así. Cada una de las noches en que ambos librábamos, Guillaume aparecía en mi casa. No me había explicado la razón de tanta asiduidad, y yo no estaba segura de querer saberlo. Pero ahí estaba, y yo no se lo impedía.

–Pues me alegro. Hay algo que quiero decirte.

De espaldas a él, comencé a quitarme la ropa, y me eché agua limpia de la jofaina en la cara.

–He estado hablando con Cristophe de varias cosas. Sí, hemos pasado un rato en la taberna, tengo que admitirlo… ahórrate los reproches, por favor, y escúchame. Mientras conversábamos, he comprendido algo. Te he comentado alguna vez lo de mis presentimientos. Guillaume, creo que no son presentimientos. Son recuerdos. Recuerdos semiborrados de algo que oí en el siglo XXI. Algo horrible va a pasar, o ya está pasando. Siento que aún nos quedan unos años. Pero no serán muchos. Y después…

–Lo sé –me interrumpió él–. Creo que yo también lo siento. Pero no vamos a detenernos. Conseguiremos salir lo mejor parados posible de lo que está por venir. Te lo juro por Santa María.

Mi camisa cayó al suelo. Iba a volverme hacia él, cuando sentí el roce de unos dedos en mi espalda. Justo en la zona donde me habían pateado.

–¿Qué son esas marcas? ¿Y tu pelo desordenado? Eowyn, ¿qué ha sucedido?

–No es nada. Alguien acaba de atacarme en la oscuridad. Huyó como un conejo cuando llegó Roberto.

Me cogió por los hombros y me hizo dar la vuelta. Pude ver su expresión de horror.

–Dios mío… No esperaba que fuera así… Si hubiera llegado a saber que ese malnacido iba a actuar tan cobardemente… si hubiera llegado a saber que sus deseos de venganza, injustificados y miserables, eran tan enormes…

Me quedé paralizada.

–Guillaume, ¿qué me estás intentando decir?

–Querías saber la razón por la que teníais que vigilar a los visitantes del rey. Te lo oculté para no remover malos recuerdos. Pero… la verdad es que Esquieu de Floran se ha escapado de la cárcel. Y nuestros espías lo sitúan entrando en la Corona de Aragón.

Respiré hondo. Volví a escuchar las palabras de Isabel, sobre el cadáver desangrado de Guifré, acusándome de su muerte. Volví a ver marchar a la que había sido mi mejor, tal vez mi única amiga. Volví a sentir el peso de la soledad que me ha acompañado desde mi infancia. Aquella soledad que sólo me había traído, e iba a traerme, más soledad.

–Un día –dijo Guillaume, con una nota de tristeza que apenas había oído nunca en su voz–, te dije que quería ayudarte a olvidar. A veces, creo que ése es mi único papel en tu vida. Pero lo he aceptado de buen grado –apretó mis manos–. Olvida. Estoy aquí.

Yo empecé a descordar los cordones de su túnica.

–Y yo también. Al menos, esta noche.

(continuará…)
ó

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