Como es comprensible, mi reseña número 2000 en este blog no es, propiamente, una reseña. Es más bien un viaje en el tiempo. Un recuerdo emocionado. Una saliva que se traga con los ojos húmedos. Yo tenía entonces nueve años (creo que nueve años) y le pedí a mi tía Esperanza, bibliotecaria, que me recomendase un libro “de mayores”, porque quería leer algo que no fuera un tebeo. Ella puso en mis manos El principito, de Antoine de Saint-Exupéry. Cuando deslicé los ojos por su primer párrafo estaba lejos de imaginar que aquel volumen de tapa dura y dibujos ingenuos iba a convertirse en el primero de varios miles más, en los años futuros. Yo no sabía que estaba a punto de convertirme en lector gracias a esta obra. Sí que recuerdo la forma entusiasta en que conocí al farolero, al sabio, al hombre de negocios, al borracho, al zorro (ay, el zorro). Si cierro los ojos aún me veo leyendo, absorto, sentado en las escaleras de la casa de mi tía Esperanza; o en la mecedora de mi abuela (cubierta con un trapo azul); o en el portal de la calle, mientras los vecinos subían y bajaban con sus cestas de la compra.
Décadas después, he leído a muchas personas que afirman que se trata de un libro sobrevalorado. Son, quizá de forma inconsciente, los jueces que dictaminan lo que está bien y lo que está mal. Me parece una actitud soberbia o al menos errónea. Los libros adquieren su valor en función de lo que provocan en nosotros, de los recuerdos y emociones que nos suscitan. Los libros son las llamas que nos queman para siempre y en las cuales (como santa Teresa) anhelamos arder. Cada vez que lo releo vuelvo a verme siendo niño, y las palabras son imágenes: estoy con pantalón corto, sin gafas, con las rodillas desolladas después de bajar del castillo de Blanca, con calcetines de rombos. Aquella edición, que conservo y que he acompañado en mi biblioteca con otras ediciones posteriores, soy yo. Me gustaría que la quemaran conmigo, para mezclar nuestras cenizas en el Último Viaje.
El principito fue el picaporte que me abrió la puerta de los libros, el picaporte que me permitió a conocer a Borges, Cortázar, Shakespeare, Delibes, Neruda, Muñoz Molina o Pascual García. Por eso, para mí, este libro delicado, candoroso, elemental y tenue de Antoine de Saint-Exupéry es el mejor libro del mundo.