En estos tiempos de preocupación y confinamiento, no hay nada como una buena novela de aventuras para evadirse de la triste realidad. El prisionero de Zenda nos transporta a una época que se extinguió para siempre con la llegada de la Primera Guerra Mundial, la que echaba de menos melancólicamente Stefan Zweig en El mundo de ayer, un tiempo en el que el orden precario de Europa parecía fundamentarse en la existencia de casas monárquicas con siglos de existencia y una aristocracia que se dedicaba a la diversión y a los bailes mientras miraba de reojo a una pujante burguesía que desarrollaba todo su potencial económico y cultural. Era una época todavía romántica, en la que un caballero inglés podía vivir una aventura galante y emocionante en un país exótico de centroeuropa (una nación inventada, para más señas) y salir victorioso de ella sin haber alterado ni un ápice sus valores de honor, integridad e incluso fair play a la hora de enfrentarse a sus enemigos.
Rudolf Rassendyll pertenece a una familia de la pequeña aristocracia británica. Se considera todavía joven y no sabe todavía qué esperar de la vida, a pesar de los amables consejos de sus familiares para que siente la cabeza. Lo que nunca esperaba Rudolf es que su viaje de placer a Ruritania se convirtiera en la más extraña de las aventuras cuando debe sustituir al rey secuestrado un día antes de su coronación (su increíble parecido al monarca tiene que ver con un affair vivido hace siglos por uno de los miembros de su familia) y mantener la sangre fría en dos asuntos fundamentales: mantener la mascarada ante sus súbditos y rescatar al prisionero sano y salvo para que las aguas vuelvan a su cauce. La novela de Hope contiene todos los ingredientes que hacen de este tipo de lecturas una experiencia irresistible, una vuelta a la infancia y a los valores puros que poco a poco se van perdiendo con la madurez. Aquí encontramos amores tan perfectos como imposibles, honor, fidelidad, valor, emboscadas, tiroteos y abundantes duelos a espada en el entorno inigualable del castillo de Zenda. Queda en la memoria el personaje de Rupert Hentzau, el malvado perfecto, vigoroso, encantador y traicionero a partes iguales.
Precisamente la interpretación de Hentzau, a cargo de James Mason, componiendo uno de los personajes más emblemáticos de su carrera, al que dotó de elegancia y un fino sentido del humor muy malicioso, en competencia con el de Stewart Granger, su vigoroso antagonista. La química entre los dos funcionó perfectamente para el duelo de espadas final se convirtiera en una secuencia mítica, haciendo de la versión de 1952 de El prisionero de Zenda uno de los grandes clásicos del cine de aventuras de una época irrepetible, a la altura de obras maestras como Robin de los bosques, Los tres mosqueteros o Scaramouche. Producciones filmadas en technicolor, perfectamente dirigidas y cuya mejor baza era la promesa al espectador de evadirse a mundos en los que todo era posible. La versión de 1937 también es muy estimable (la de 1952 calca secuencias enteras de ella). Bajo una correcta dirección de John Cromwell, destacan dos secundarios de lujo: David Niven y Douglas Fairbanks jr, que compone a un Hentzau menos matizado que el de Mason, pero muy cercano también al personaje de la novela. Como curiosidad cabe destacar una imagen de la Giralda sevillana en las celebraciones de la coronación del nuevo rey.