««Es la Justicia», dijo el pintor por fin. «Ahora la reconozco», dijo K., «aquí está la venda en los ojos y aquí la balanza. Pero ¿no tiene alas en los talones y no está corriendo?» «Sí», dijo el pintor, «tengo que pintarla así por encargo; en realidad es la Justicia y la diosa de la Victoria al mismo tiempo.» «No es una buena combinación», dijo K. sonriendo, «la Justicia tiene que reposar; si no, se moverá la balanza y será imposible una sentencia justa.» «Tengo que someterme a quien me ha hecho el encargo», dijo el pintor». [...] La vista del cuadro parecía haberle dado deseos de trabajar, se recogió las mangas del camisón, tomó algunos lápices [...]. Poco a poco, el juego de sombras iba rodeando la cabeza como un adorno o una alta distinción. Sin embargo, en torno a la figura de la Justicia siguió reinando la claridad, salvo un matiz imperceptible; en medio de aquella claridad, la figura parecía destacarse especialmente, apenas recordaba ya a la diosa de la Justicia, pero tampoco a la de la Victoria; ahora parecía totalmente la diosa de la caza».
Que las leyes están hechas para servir a la justicia y que esta salga victoriosa es por todos conocidos. Que estas no siempre son justas es algo que a estas alturas no creo que a nadie sorprenda. Que una vez esas leyes activan y marcan las pautas de un proceso judicial este se parezca más a una sutil e ingeniosa cacería que a una noble persecución de la justicia es algo que tal vez no nos hemos detenido en demasía a observar. Y es que «la sentencia no se dicta de repente: el proceso se convierte poco a poco en sentencia».
Quien estoy segura que nunca se había parado a meditar sobre estos asuntos es Joseph K., el protagonista de la novela que os traigo hoy. No al menos hasta la mañana de su trigésimo cumpleaños en que es sorprendido en el cuarto que ocupa en una pensión por dos hombres desconocidos. K. espera, como todas las mañanas, la llegada de la cocinera con el desayuno, pero lo que recibe en cambio es la información por parte de esos dos hombres de que está detenido. La situación es, cuando menos (no me resisto a calificarla así), kafkiana: nuestro protagonista aún en la cama, esos dos desconocidos de dudoso comportamiento que irrumpen en su rutina, una detención por motivo ignorado dictada por un extraño tribunal.Al desconcierto inicial que sufre K. le sigue primero cierta despreocupación; al fin y al cabo, su detención es un mero estado administrativo que no le impide hacer vida normal y puede, por tanto, y por ejemplo, seguir desempeñando su trabajo como apoderado general de una importante entidad bancaria. Después llega por momentos a mostrar una actitud un tanto quijotesca, pareciendo incluso que se hubiera erigida en baluarte de la defensa ante aquellos otros que supuestamente trabajan para su consecución. Por último, le invade la incertidumbre. Y es que una vez que el proceso echa a andar es imparable. Crece y crece como una bola que cada vez ocupa más espacio en su vida y sobre todo en su pensamiento. Comienza a afectarle en su trabajo. Intenta mantenerlo en secreto, pues que le hayan abierto un proceso es una mancha en su reputación y en la de aquellos más cercanos a él. Escapar al proceso, ya no digamos conseguir la absolución de a saber qué, resulta tarea imposible. Parece que la única opción es mantener en movimiento la rueda del proceso pero sin que llegue nunca a su fin.
En El proceso se dan situaciones realmente surrealistas y absurdas. Además de la ya descrita de partida, está el hecho de recibir una citación para una vista que se celebrará en domingo, dependencias judiciales que se encuentran ubicadas en las zonas más pobres de la ciudad, oficinas del tribunal repartidas por desvanes, un abogado que recibe a sus clientes en cama, el encuentro de K. en el cuarto trastero de la oficina del banco en el que trabaja con los guardianes de los que se ha quejado ante el tribunal que están siendo castigados «porque nos has denunciado. De otro modo no nos hubiera ocurrido nada, aunque se hubiera sabido lo que habíamos hecho. ¿Se puede llamar a eso justicia?» Hay también en esta novela espacio para escenas memorables como la de esa vista celebrada en domingo, el encuentro de K. con el pintor y la conversación que mantienen a la que pertenece la cita con la que abro esta entrada y, especialmente, el capítulo que se desarrolla en la catedral, el cual me ha parecido una auténtica genialidad.
Lo que me maravilla de Kafka (me sorprendió ya muy gratamente en este sentido con La metamorfosis) es lo reales que me resultan sus historias tan extrañas y el alto nivel de empatía que consigue crear en el lector con el laberinto sin salida en el que sitúa a sus protagonistas. Todos, aunque no hayamos estado envueltos en ningún proceso judicial, nos hemos visto atrapados en más de una ocasión por la burocracia y su trato despersonalizado. Todos, por muy duchos y competentes que podamos ser en otras áreas de nuestras vidas, nos hemos sentido entonces como niños desvalidos y desamparados a expensas de esas instituciones cuyo cometido es velar por nosotros y por nuestros derechos (y también asegurarse de que cumplimos con nuestras obligaciones). A todos nos han robado momentos de tranquilidad, horas de sueño. A todos nos ha carcomido el runrún y martilleo que esas situaciones provocan en ocasiones. Pues bien, es precisamente en esa identificación de nuestras ordinarias experiencias con esas otras extraordinarias que plantea el checo en sus obras donde, como bien señala Jordi Llovet en el prólogo a esta edición, «hay que ver el mérito literario de Kafka: en este lugar de engarce entre las categorías de lo real y de lo inverosímil; en el punto en el que la ficción literaria se funde con nuestra experiencia, sin que nuestra experiencia haya pasado jamás por situaciones como las que Kafka describe. Su modo de hacer literatura es tan sumamente prodigioso e inédito, que leyendo a Kafka acabamos reconociéndonos con un mundo que no creímos que fuéramos a conocer jamás, pero que, una vez conocido, nos resulta poco menos que familiar».
Key passages, fotografía de Brett Jordan bajo licencia CC BY 2.0
«La Ley [...] debería ser accesible siempre y para todos». Sin embargo, no lo es. Hay un disparatado capítulo en esta novela (otro de esos que contienen escenas memorables) en el que se indaga en el provecho que sacan algunos profesionales de esa aridez. «Estos eran los efectos del método del abogado [...]; el cliente se olvidaba del mundo entero y esperaba solo arrastrarse por aquel camino equivocado hasta el fin de su proceso. No era ya un cliente, sino el perro del abogado. Si se le hubiese ordenado meterse debajo de la cama como en una perrera y ladrar desde allí, lo habría hecho con gusto». El abogado deja al alcance del cliente documentos «probablemente difíciles de comprender. «Sí», dijo el abogado, «la verdad es que lo son. No creo que comprenda nada de ellos. Solo deben darle una idea de lo difícil que es la lucha que yo libro en su defensa»». Pero, sin embargo, qué kamikaze es aquel que decide jugar sin subordinarse a quien conoce las reglas del juego. No hay escapatoria una vez que el proceso está en marcha. «Ningún expediente se pierde, el tribunal no olvida nada».
La crítica de esta novela se hace también extensible a los funcionarios judiciales, si bien asimismo los contempla como simples peones de ajedrez y como eslabones de una cadena ciegos, como la justicia, y supeditados a los eslabones superiores a ellos. Tampoco escapamos los ciudadanos de a pie del escrutinio de Kafka, pues todos formamos parte del proceso. Nos mostramos sumisos a veces. Nos comportamos en ocasiones como si padeciéramos síndrome de Estocolmo. Y todos ponemos nuestro granito de arena en acrecentar esa bola que crece y en alimentar el runrún y el martilleo que nos tortura cuando, en cambio, «el tribunal no quiere nada de ti. Te recibe cuando vienes y te despide cuando te vas». Sin embargo, que difícil es sustraerse de su sombra y su poder, y que frustrante y triste resulta y cuánta impotencia genera la constatación de que algo que nace con un fin tan loable termine por estar tan adulterado.
««Ha sido designado para el servicio por la Ley; dudar de su dignidad sería dudar de la Ley.» «No estoy de acuerdo con esa opinión», dijo K. sacudiendo la cabeza, «porque, si se acepta, hay que considerar cierto todo lo que dice el guardián [...].» «No», dijo el sacerdote, «no hay que considerar que todo es verdad, solo necesario.» «Una triste opinión», dijo K., «la mentira se convierte en principio universal.»»
El proceso es una novela inacabada (a los que os pueda disuadir este detalle, os aclaro que tiene final) que sin embargo al leerla no se siente así. El proceso es una novela que, de haber sido considerado terminada por su autor, estaría inacabada, pues cada relectura le añadiría algo nuevo. Otra cosa que me maravilla de Franz Kafka es lo sencillo y complejo que me resulta a la vez. Entiendo la esencia de lo que me quiere contar y sin embargo nunca estoy segura de que lo que yo entiendo sea lo acertado, pues, como leo en esta novela, «la exacta comprensión de una cosa y su mala interpretación no se excluyen totalmente». Y luego están esos detalles que barrunto son más que rarezas ornamentales de las situaciones aparentemente absurdas que los contienen y esos geniales diálogos que me regala esta novela con ese puntito inalcanzable y que por momentos parecen jugar al enigma. Y yo juego, claro está. Soy como el hombre de campo cuya historia le cuentan a K. en el capítulo de la catedral. Tal pareciera que alguien a mí también me dijera: «Por aquí no podía entrar nadie más, porque esta entrada te estaba a ti solo destinada. Ahora me iré y la cerraré». Pero por mucho que cierre esta novela al terminarla es de esos libros que no se terminan tras su lectura, sino que uno permanece siempre no solo a la entrada sino queriendo entrar. La misma persona que le dice eso al hombre de campo le dice también, entre hastiada y admirada: «eres insaciable». Yo también lo soy: ahí sigo perseverando ante esa entrada que me está destinada solo a mí. Y también soy como K., que se siente pequeño bien en una catedral bien en una dependencia judicial. Supongo que Kafka también se sintió muchas veces pequeño, solo que él tuvo la genialidad de contar sobre nuestras pequeñeces de manera tan enorme. Él, como K., y como yo al leerlos, representante de nuestras pequeñeces. Él, como K. y como yo, pequeño ante la indescifrable enormidad.
«Pero ¿podía haber realmente un sermón? ¿Podía K. ser el único representante de toda una congregación? ¿Qué habría pasado si solo hubiera sido un extranjero que quería visitar la iglesia? En el fondo no era otra cosa».
Wolfgang Letti - The Trial [1981], fotografía de Gandalf's Gallery bajo licencia CC BY-NC-SA 2.0
Ficha del libro:Título: El procesoAutor: Franz KafkaTraductor: Miguel SáenzProloguista: Jordi LlovetEditorial: AlianzaAño de publicación: 2013Nº de páginas: 296ISBN: 978-84-206-7819-1
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