La entropía se hace sentir cuando la violencia triunfa sobre la paz, el odio sobre el amor, la locura sobre la razón, la enfermedad sobre la salud, la miseria sobre la abundancia, la muerte sobre la vida, la ignorancia sobre el conocimiento, la necedad sobre la sabiduría y la mentira sobre la verdad. (…) La historia de la humanidad nos demuestra que los actos llamados «malos», la violencia, el crimen, el robo, la corrupción y la mentira, se han incrementado.
Ariosto Aguilar, 2007.
El ser humano tiende al autoengaño con más facilidad que a la verdad, del mismo modo que el universo tiende al caos con más probabilidad que al orden. Errar es más probable que acertar, siempre lo ha sido y siempre lo será. Como dice una cita anónima atribuida equivocadamente a Miguel de Cervantes, “la falsedad tiene alas y vuela, y la verdad la sigue arrastrándose, de modo que cuando las gentes se dan cuenta del engaño ya es demasiado tarde”. A pesar de que la civilización funciona al revés de como nos lo han contado, la vida continúa sin demasiados escrúpulos, pues esta no se basa tanto en la verdad como en la imitación. La imitación es el remedio biológico y cultural por excelencia en la lucha contra la entropía, quizá por eso se nos da mejor imitar que preguntar. El conocimiento es una parte importante de la existencia, pero al parecer no tanto como nos gustaría creer. Si la vida y la verdad fueran hermanas, en lugar de simples vecinas, cabría esperar un mayor número de sabias y sabios en el mundo, y entonces Homo sapiens haría honor a su nombre. Desafortunadamente, aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Como animales sociales que somos, tendemos a reproducir acríticamente las ideas, los hábitos y las instituciones que nos resultan más accesibles, las más populares de entre las que flotan en el líquido amniótico de nuestra sociedad, ignorando todo aquello que se encuentra más allá de nuestros marcos conceptuales etnocéntricos, más allá del adoctrinamiento paternalista de las instituciones educativas y los medios de comunicación de masas. Por esa razón, que la humanidad ha estado dirigiéndose hacia lo peor y que seguirá haciéndolo al menos en las siguientes décadas es una verdad primero ignorada, después incómoda y en última instancia silenciada. Eppur si muove, como diría Galileo. “Y sin embargo se mueve”. El progreso de la humanidad es una ilusión, una religión secular, un acto de mala fe, un bálsamo para la locura de nuestra civilización, un mito que nos contamos a nosotros mismos desde hace cientos de años con la esperanza de borrar las huellas de un presente perseguido por su pasado.
Ahora bien, no todos hemos contribuido al mantenimiento de esa invención con la misma fruición: los hombres más que las mujeres, los conquistadores más que los conquistados, los hacendados más que los desheredados. Cuanto mayor es el poder que posee una persona, mayor es también su interés en conservarlo, de manera que esta incurrirá consciente e inconscientemente en cuantas manipulaciones de la historia sean necesarias, de ahí el dicho de que la historia de los vencedores es siempre la historia oficial de las sociedades. Solo los vencidos que se saben vencidos osan oponerle alguna resistencia. Lo verdaderamente crucial para el vencedor es el ejercicio de la violencia, ora activa, ora estructural, así como el acto de reescribir el pasado a su favor mediante el control del lenguaje –razón de Estado permanente que propició la expansión de la escritura, la lucha contra el analfabetismo y la universalización de la enseñanza obligatoria-, haciéndole creer a los demás que todo va a mejor porque, de no hacerlo, perdería toda legitimidad y por ende gran parte de su capacidad para seguir dominando a las «masas». De lo que se concluye que el macrooptimismo es el arma preferida de los dictadores, de los que dictan las normas. ¡Adelante, consuma, no sea pesimista! La religión del progreso es la religión del optimismo. Progresismo, consumismo y optimismo, he ahí la verdadera Trinidad. Occidente –el actual caballo ganador, aunque no por mucho tiempo- no será capaz de reconocer a tiempo esa inquietante verdad, porque ello supondría renunciar a los privilegios y a los hábitos adquiridos durante generaciones. ¿Qué «inadaptado» o «inadaptada» haría eso? Demasiados occidentales y occidentalizados –bienintencionados y, al mismo tiempo, aprendices de dominadores- preferirán ver cómo se autodestruye su mundo lentamente antes que dar su brazo a torcer, antes que morder la mano que les da de comer. “Estamos tan intoxicados con la civilización, nuestra droga”, decía Emil Cioran, “que nuestro apego a ella presenta todos los síntomas de una adicción, mezcla de éxtasis y de odio. Tal como van las cosas, no hay duda de que acabará con nosotros”.
Como el mito de la caja de Pandora en el pasado, decenas de indicios empíricos y racionales confirman o cuando menos sugieren hoy que cuanto mayor es el grado de complejidad social, medido en términos de estratificación económica, mayor es también el número de males que deben enfrentar las sociedades y los individuos que las componen. Esa es la tesis que, valiéndome de diversos autores y autoras, pongo a vuestra disposición. Es cierto que nunca ha existido ninguna edad de oro a la que podamos aspirar, pero eso no significa que todas las épocas hayan sido tan problemáticas como la nuestra. Al contrario. Los siglos, como los años, no pasan en balde: los problemas son cada vez más graves y numerosos, las soluciones cada vez más débiles y escasas. Podría pensarse que los inconvenientes de la civilización se ven compensados por sus convenientes. Después de todo, ahora vivimos más años que antes, viajamos más lejos y tenemos más máquinas que nunca. Sin embargo, a poco que analicemos esas supuestas ventajas veremos que no existen en la cultura occidental ventajas suficientes que puedan compensar todos los nuevos males que se han creado. Solo el desconocimiento inocente y una empatía insuficiente pueden hacer que uno justifique el progreso “mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el cielo”, como decía Walter Benjamin.
La civilización, al agregarle a los inconvenientes fatales de la naturaleza los inconvenientes gratuitos, nos obliga a sufrir doblemente, diversifica nuestros tormentos y refuerza nuestras desgracias. (…) Que también la naturaleza esté corrompida es algo que no negamos; pero esta corrupción sin fecha es un mal inmemorial e inevitable al que nos hemos acostumbrado, mientras que el de la civilización viene de nuestras obras o de nuestros caprichos, y tanto más agobiante cuanto que nos parece fortuito, marcado por la opción o la fantasía, por una fatalidad premeditada o arbitraria.
Emil Cioran en La caída en el tiempo, 1964.Pincha aquí o aquí si deseas seguir leyendo el resumen (lo que sigue es la lista provisional de esos indicios).