Nos acercamos al 28 de enero y hay que hablar de José Martí. Vivió y murió por un proyecto de país, que todavía en su tiempo no existía. Pero millones lo siguieron, y se enamoraron de ese proyecto, porque los grandes proyectos históricos, aunque sean formulados por líderes excepcionales, son viables solamente cuando sintetizan las aspiraciones de muchos seres humanos.
Así lo dijo él mismo en un artículo publicado en el periódico Patria en abril de 1892: “Lo que un grupo ambiciona, cae. Perdura lo que un pueblo quiere”.
Y en ese proyecto compartido se formó la conciencia nacional cubana: emergió de décadas de guerra en el siglo XIX, en una población de algo más de un millón de habitantes, ocupada por decenas de miles de soldados enemigos; hizo imposible la anexión a los Estados Unidos; forzó la derogación de la Enmienda Platt; resistió en la primera mitad del siglo XX a 60 años de presión ideológica y cultural estadounidense, y a partir de ahí, a otros 60 años de guerra económica, hostilidad militar y subversión ideológica; y enfrentó el reto derivado de la desaparición del campo socialista europeo. ¿Qué somos entonces los cubanos que hemos protagonizado todo eso?
Empecemos por decir lo que “no somos”. No somos una nacionalidad unida por raíces étnicas comunes, ni por confesiones religiosas: Aquí hay “un ajiaco” de todo, como dijo Don Fernando Ortiz. Tampoco nos define una lengua exclusiva: tenemos el idioma utilizado por la mayor cantidad de países en el mundo. No somos un espacio económico cerrado: siempre hemos tenido una economía abierta. Tenemos, eso sí, una cultura propia que nos enorgullece, pero tampoco es una cultura cerrada, sino que comparte raíces con muchas otras culturas de varios continentes.
¿Y entonces? ¿Qué es lo que nos identifica y cohesiona?: Somos esencialmente una nacionalidad de raíces éticas, cohesionada alrededor de una especial sensibilidad por la justicia social. Somos cubanos porque compartimos un conjunto de valores morales y un proyecto de convivencia humana.
Así lo escribió también Martí cuando convocó a la guerra necesaria en el Manifiesto de Montecristi: “…cuando cae en tierra de Cuba un guerrero de la independencia…cae por el bien mayor del hombre (y) la confirmación de la república moral en América…”
La revolución de 1959 reforzó en los cubanos esa fusión entre nacionalidad y justicia social, sintetizada ahora en el pensamiento de Fidel y en las realizaciones concretas de estos últimos 60 años, que nos mostraron en los hechos lo que siempre el pueblo supo: que la justicia social es posible.
Alfabetización y escolarización total, educación y salud gratuitas para todos, seguridad social de cobertura completa, pleno empleo, eliminación de la discriminación racial, igualdad y desarrollo de la mujer, universalización de la cultura y la enseñanza universitaria, propiedad de la vivienda, desarrollo científico; verdades estas que hay que decir y repetir, porque estamos tan habituados a esas conquistas que a veces olvidamos cuán avanzadas son y cuánto contradicen la ideología dominante en el capitalismo salvaje de hoy.
La defensa permanente de la soberanía nacional nos ha permitido construir nuestra propia alternativa política, social y económica. Las revoluciones no cristalizan y se hacen irreversibles de inmediato cuando denuncian las condiciones sociales previas que es preciso cambiar, ni siquiera cuando formulan nobles ideas y proyecciones estratégicas. Las revoluciones se hacen duraderas y creadoras cuando logran construir la alternativa. En Cuba lo logramos.
La soberanía nacional es la salvaguarda de nuestro proyecto de sociedad, de nuestros propios conceptos de justicia y convivencia humana, tal como han emergido de nuestra propia historia.
El proyecto de nación de Martí nació en contraposición al que emergía simultáneamente en los Estados Unidos, basado en la ambición y la competencia entre las personas.
Así lo escribió él en su “Cuaderno de Apuntes Nº1”: “Nuestra vida no se asemeja a la suya, ni debe en muchos puntos asemejarse. Las leyes americanas han dado al norte alto grado de prosperidad y lo han elevado también al más alto grado de corrupción. Lo han metalificado para hacerlo próspero. ¡Maldita sea la prosperidad a tanta costa!”
Del natalicio de Martí han pasado 169 años, pero los campos esenciales de batalla de ideas siguen estando ahí.
Las ideas sobre cómo queremos que sea nuestra vida están ahora sintetizadas en la Constitución de la República de Cuba. Fue aprobada con el 86.85% de los votos. Ahí está “lo que un pueblo quiere”, lo que Martí predijo que es lo que perdura.
¿Tiene enemigos? Por supuesto que los tiene. Siempre los tuvo el “Proyecto Cuba”, aquí y afuera. El propio Martí en su tiempo tuvo que dar batallas de ideas contra autonomistas y anexionistas. Pero hoy esos enemigos son pocos, y carecen de legitimidad ante el pueblo.
Los cubanos tenemos todo el derecho del mundo a luchar por “lo que un pueblo quiere” y a defenderlo de sus enemigos, de aquí y de afuera.
¿Existen en Cuba opiniones diversas sobre las formas concretas de conducir el “Proyecto Cuba”? Eso es otra cosa. Por supuesto que existen tales opiniones, y es bueno que existan. Su debate nos permitirá perfeccionar el proyecto, ajustarlo a los nuevos tiempos, y hacer más sólido su edificio, pero sin dañar jamás los cimientos.
Los seres humanos somos entes morales, no solamente biológicos o económicos, y abrazamos proyectos colectivos, más allá de los proyectos individuales. Para quienes dejan de pensar y actuar (los hay) en función de una idea del futuro, el presente se colapsa y se vacía de contenido. La verdad es, aunque no la entiendan los cínicos y escépticos de siempre, que la gente se enamora de los proyectos, aun en medio de duras realidades del presente.
El proyecto de Martí fue el proyecto de miles de jóvenes mambises. El proyecto de Fidel fue el proyecto de miles de jóvenes rebeldes, antes y después del triunfo de 1959. El proyecto de nación que enuncia nuestra Constitución es y será el proyecto colectivo de millones de jóvenes cubanos de hoy.
Así se describe en el Artículo 1: “Cuba es un Estado socialista de derecho y justicia social, democrático, independiente y soberano, organizado con todos y para el bien de todos como republica unitaria e indivisible, fundada en el trabajo, la dignidad, el humanismo y la ética de sus ciudadanos, para el disfrute de la libertad, la equidad, la igualdad y la prosperidad individual y colectiva”.
El 28 de enero, dentro de unos días, es momento de evocar las ideas fundacionales de nuestra nacionalidad y nuestro proyecto de sociedad, y reforzar el amplio consenso que tenemos sobre la necesidad de defenderlas y hacerlas perdurar.
Ya volveremos el día siguiente a las discusiones sobre lo que hay que cambiar para lograrlo.