Revista Cultura y Ocio

El público (no) siempre tiene razón

Publicado el 25 febrero 2015 por Juliobravo
El público (no) siempre tiene razón
Hacía tiempo que no lo vivía. No todo junto. No con tanto descaro. Sentado en la fila siete del patio de butacas (sí, me dan siempre muy buenas entradas), la pareja de señoras que tengo delante no se recata a la hora de comentar entre risotadas, y en voz escandalosamente alta, los divertidos diálogos de la obra. Mientras, en la fila de atrás, suena un móvil que su dueño no puede o no sabe silenciar y que va incrementando su impertinente y molesto sonido; pero no es un accidente, no, y media hora después de su primera interrupción el teléfono vuelve a sonar con idéntica estridencia. Todo ello sazonado con tenaces comentarios y respuestas, casi a voz en grito, de un puñado de felices y despreocupados espectadores.

Durante mucho tiempo, el estereotipo del espectador medio de un espectáculo teatral (así, en general) era una señora de provecta edad y voz grave, duras de oído, con afición a los cardados capilares y molestias en la garganta, que solo se aliviaban con la ingesta de caramelos de difícil desenvoltura, más cómoda de realizarse en momentos de silencio o tensión dramática en el escenario. Es una caricatura, naturalmente, pero todos nos hemos encontrado (yo sí, al menos) con una de estas señoras en la butaca de al lado. Conozco gente que (es absurdo, pero ocurre) que huye del teatro con el pretexto de no encontrarse con ese tipo de público que provoca en los actores sentimientos encontrados; por una parte, se le aborrece, porque puede convertir la representación en un suplicio, pero por otro lado se le quiere porque, al fin y al cabo, es la clientela más fija.

El teatro ha cambiado mucho en los últimos años, y lógicamente también lo ha hecho su público. No es habitual encontrarse a los espectadores endomingados como era costumbre antaño. Ir al teatro -y en eso no creo que la situación haya variado tanto- era para buena parte del público un acontecimiento especial, la oportunidad de salir con el marido, la mujer o los amigos y la oportunidad de ver de cerca a los artistas a quienes se admiraba en la tele o en el cine (eso ocurre más fuera de Madrid, pero también en la capital).


Y en parte -solo en parte- yo añoro ese ritual, esa sensación de que entrar al teatro es ingresar en un mundo reverencial en el que va a suceder algo extraordinario. Hoy, en líneas generales, se vive con mucha mayor naturalidad y cotidianeidad, y muchas veces nos olvidamos de lo que hay detrás de cualquier representación, de su rito y su esfuerzo. Una función no se puede echar a andar pulsando un botón. Cada día requiere su puesta en marcha, su latido propio. Y a él contribuyen los espectadores. No me gustan los estrenos porque, en general, no dan la medida de lo que es en realidad un espectáculo; una función no termina nunca de completarse sin el público, y éste -sé que es un lugar común, pero no por ello deja de ser más cierto- la condiciona por muy acabada que esté: y lo hace tanto a lo que sucede sobre el escenario como a lo que ocurre en el patio de butacas. Ese móvil que sonó detrás de mí en dos ocasiones, por ejemplo, y esas impertinentes conversaciones de mis compañeros de butaca la pasada semana no me permitieron disfrutar de la función como yo hubiese querido.
En cada función, el escenario es una esponja que absorbe lo que transpira el patio de butacas. Si está frío, en escena hará frío, y lo mismo ocurrirá si es al contrario. Una carcajada puede ser la primera pieza de un dominó de risas que llegará hasta las tablas y acelerará el pulso de los actores. Y un comentario a destiempo o un móvil intempestivo puede zancadillear peligrosamente la marcha de una función y, también, la atención del resto de la sala. El público no siempre tiene razón.
El público (no) siempre tiene razón

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